Semanas después de actualizado su Face, un tipo guapetón y desconocido,
José Antonio, le pidió que fueran amigos en red. Él había visto uno de
sus retratos en el muro de un conocido en común y le interesó el gesto
vivaracho de Viviana.
Chatearon horas, días, semanas, y, conociéndose tan a fondo como FB lo
permite, se citaron en el Salón 101, en la Condesa.
El lugar estaba atascado. José Antonio, llegó media hora antes.
Bullía él en una inseguridad que interpretó como impaciencia. Se
vistió como solía no hacerlo, con un saco sport que le apretaba un
poco por las axilas y zapatos demasiado boleados. Se miró en un
espejo donde estaban pintados los precios de los tragos. ¿Lo
reconocería Viviana? Se habían propuesto el juego de reconocerse,
sin pistas de ropa o colores, a primera vista. La cacería la había
impuesto él con suave tenacidad, y Viviana creía no saber la razón
profunda de esta decisión, así que, arreglándose y desarreglándose
en casa, llegó media hora tarde a la cita.
José Antonio, al pie de la entrada, desorientado por la penumbra
fiestera, miró con curiosidad el rostro de Viviana, quien subía
decidida las escaleras de entrada. Él levantó una mano y abrió un
poco la boca para exhalar un “hola” tímido, cuando la respiración
se le cortó. Llevó la mano a su cabellera, camuflando el saludo
frustrado con la ridícula acción de peinarse: no, no era ella; se
parecía, pero no, no era ella. Viviana, quien ya dirigía su mejor
sonrisa a Juan Antonio, torció cuarenta y cinco grados el rumbo y
se siguió de largo. Ella tampoco lo reconoció. Aquel tipo era
cachetón, con papada, un poco cacarizo y con ojeras que se
marcaban de más en aquella luz cantinera, y el José Antonio que
ella conocía era guapo e interesante.
Antonio salió de prisa del 101. Viviana se resguardó en el baño
casi media hora, se tomó a medias una chela y salió con
sigilo.
En casa, revisó ella las fotos de aquel José Antonio
facebookero, las comparó con las suyas y descubrió algo
evidente: las de él estaban tomadas de arriba hacia abajo, con
la mano en alto, el cuello estirado y la luz cayendo a plomo.
En realidad, allá en la cantina, ambos se habían reconocido en
su cruda fealdad, pues sabían cuánto modifica el rostro una
fotografía tomada en picada hasta volverlo el de otra persona.
Inverosímilmente sincronizados, se dieron de baja en Facebook
al mismo tiempo, a la una treinta en punto de la madrugada.
Si se hubieran detenido un instante a conocerse, y no a
creer reconocerse, habrían averiguado que eran almas
gemelas, hechos el uno para el otro; pero las apariencias
son las persianas que clausuran los ojos ante la belleza del
mundo real.
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