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Cara de Facebook - Armando Vega-Gil

Cuando terminó de subir sus retratos al Facebook, Viviana tuvo una revelación: se veía tan distinta en las fotografías que se hacía a sí misma, con su camarita desechable de cinco megapíxeles, en comparación con las fotos que su amiga Lila, desde fuera, le tomara con una súper Lumix LX5. En las tomas ajenas, Viviana se veía cachetona, fea y desgarbada, con un rostro que nunca cuadraba con sus cortes de cabello ni el trazo de sus cejas. Por el contrario, descubrió que lucía mucho más joven y delgada en las fotos que se auto tomaba de arriba a abajo, sosteniendo la cámara con la mano en alto y el brazo extendido, plano cenital, estirando el cuello, deshaciéndose de la papada y logrando que la luz a plomo le suavizara las ojeras. Así que sólo dejó en su galería estas fotos guapas, las demás las borró. ¡Que la perdonara Lila! En el fondo de su corazón, Viviana sentía mentir un poco con su imagen pública, pero el efecto óptico de la cámara en picada era, más que un artificio, un modo más lindo de ser ella.

Semanas después de actualizado su Face, un tipo guapetón y desconocido, José Antonio, le pidió que fueran amigos en red. Él había visto uno de sus retratos en el muro de un conocido en común y le interesó el gesto vivaracho de Viviana.

Chatearon horas, días, semanas, y, conociéndose tan a fondo como FB lo permite, se citaron en el Salón 101, en la Condesa.

El lugar estaba atascado. José Antonio, llegó media hora antes. Bullía él en una inseguridad que interpretó como impaciencia. Se vistió como solía no hacerlo, con un saco sport que le apretaba un poco por las axilas y zapatos demasiado boleados. Se miró en un espejo donde estaban pintados los precios de los tragos. ¿Lo reconocería Viviana? Se habían propuesto el juego de reconocerse, sin pistas de ropa o colores, a primera vista. La cacería la había impuesto él con suave tenacidad, y Viviana creía no saber la razón profunda de esta decisión, así que, arreglándose y desarreglándose en casa, llegó media hora tarde a la cita.

José Antonio, al pie de la entrada, desorientado por la penumbra fiestera, miró con curiosidad el rostro de Viviana, quien subía decidida las escaleras de entrada. Él levantó una mano y abrió un poco la boca para exhalar un “hola” tímido, cuando la respiración se le cortó. Llevó la mano a su cabellera, camuflando el saludo frustrado con la ridícula acción de peinarse: no, no era ella; se parecía, pero no, no era ella. Viviana, quien ya dirigía su mejor sonrisa a Juan Antonio, torció cuarenta y cinco grados el rumbo y se siguió de largo. Ella tampoco lo reconoció. Aquel tipo era cachetón, con papada, un poco cacarizo y con ojeras que se marcaban de más en aquella luz cantinera, y el José Antonio que ella conocía era guapo e interesante.

Antonio salió de prisa del 101. Viviana se resguardó en el baño casi media hora, se tomó a medias una chela y salió con sigilo.

En casa, revisó ella las fotos de aquel José Antonio facebookero, las comparó con las suyas y descubrió algo evidente: las de él estaban tomadas de arriba hacia abajo, con la mano en alto, el cuello estirado y la luz cayendo a plomo. En realidad, allá en la cantina, ambos se habían reconocido en su cruda fealdad, pues sabían cuánto modifica el rostro una fotografía tomada en picada hasta volverlo el de otra persona. Inverosímilmente sincronizados, se dieron de baja en Facebook al mismo tiempo, a la una treinta en punto de la madrugada.

Si se hubieran detenido un instante a conocerse, y no a creer reconocerse, habrían averiguado que eran almas gemelas, hechos el uno para el otro; pero las apariencias son las persianas que clausuran los ojos ante la belleza del mundo real.

Vega-Gil, A. (2011). Cara de Facebook. En La ciudad de los ojos invisibles. Zeta.

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