El miércoles pasado, 29 de agosto de 1973, a las siete de la noche, murió Luz Antillón, que fue mi madre. Cuando yo estaba en la agencia, escogiendo la caja, oí su voz que me decía: —¡La más barata, la más barata! Creo que si hubiera visto la que compré, hubiera dicho: —Muy bien. ¿Pero cuánto te habrá costado? ¡A poco cuatrocientos pesos! Los precios que tenía en la cabeza eran de 1937. Nunca fue afecta a entierros, pero creo que el suyo no le hubiera parecido mal. El cortejo no fue a vuelta de rueda, la carroza llegó junto a la tumba y, lo más importante, nadie detuvo el descenso del féretro para decir «unas palabras de despedida». Los empleados de la agencia, que la cargaron y la bajaron a la tumba, le hubieran causado muy buena impresión. —Muy limpios, muy bien rasurados, dos de ellos bastante guapos. ¡Pobres muchachos, qué oficio tan horrible el de andar cargando muertos! —probablemente para resaltar los adelantos modernos, hubiera recurrido a una comparación con los cargadores bor...