Damián era el tercer hijo de los Albarados. Apenas cumplidos los catorce años le entró el mal de la fiebre. Su padre estuvo unos días taciturno, y al fin decidió mandarlo en el auto de línea, con el hermano mayor, para que lo viera un médico de la capital. Volvieron al día siguiente, y el hermano mayor dijo: — Que no hay nada que hacer. Que se esté quieto, y a esperar. Desde entonces, era fácil ver a Damián, sentado junto a la ventana durante los días fríos, y a la puerta de la casucha los que daba el sol contra la fachada. Damián veía partir a todos hacia el trabajo, y se quedaba solo. Únicamente al llegar al invierno, con la nieve, se quedarían todos en casa y tendría compañía. Desde su ventana se veía el río, y, más allá, el principio de los bosques. A veces, ver el río y los árboles le daba tristeza. Las mujeres de la aldea, de verlo al pasar, comentaban entre sí, y decían: — Al pequeño Albarado le quitan a puñados la carne del cuerpo. Mala cosa es la fiebre, pero peor es la soleda...