Renata murió como mueren los pájaros, replegándose sobre su cuerpo muy frágil. Desde hacía horas ningún médico la había visto y sólo una enfermera sin experiencia había venido a tomarle la temperatura. Ya entonces agonizaba: su cabeza, inerte, hundida en el largo cuello, parecía la de un títere abandonado después de la función. De nada habían servido mis protestas para que volvieran a llevarla al servicio de cuidados intensivos. El director de la clínica se había mostrado categórico: Renata se recuperaba de su operación normalmente y mis inquietudes eran injustificadas. Con un frío en el corazón volví a su lado, convencida de que la acompañaba en los últimos momentos de su vida. La misma sensación de impotencia había tenido veinticinco años antes, el día de su presentación en sociedad, cuando dejando atrás el ruido de las conversaciones abrí la puerta de su cuarto y la vi sentada en una silla, llorando frente al espejo: pálida, con su bello vestido de gasa azul, sollozaba como un niño. Estuve a punto de decirle que el hombre de las gardenias no la había olvidado, que una nueva caja de flores había llegado esa misma mañana, pero la presencia de su madre, Teresa Haddad, me lo impidió. Así se selló el destino de Renata. A la nada se anunciaba su matrimonio con un hombre elegido por su madre, un bogotano de buena familia, pero insignificante y tan mezquino que, después de imponerle una existencia de estrechez económica para la cual no estaba preparada, terminó internándola en aquella clínica infecta, la más paupérrima de Bogotá.
Renata era linda y ligera como una mariposa. Siempre me abstuve de criticar su frivolidad, porque el afecto me volvía tolerante. Teresa Haddad, en cambio, me inspiraba antipatía: era mi madrastra y había convertido la infancia de Renata en un infierno; tenía ideas curiosas sobre la manera de educar a los niños; apenas su hija dejó el tetero se puso a prepararle unas mazamorras de carne molida, legumbres y cereales que la pobre Renata debía comer tres veces por día como único alimento; si las trasbocaba, Teresa Haddad recogía el vómito del piso y se lo hacía tragar a la fuerza. Mi abuela, con quien yo vivía afortunadamente, había predicho que aquel régimen acabaría enfermando a Renata y, en efecto, así ocurrió. Sólo entonces mi padre osó intervenir y las mazamorras fueron reemplazadas por una comida normal. Pero los problemas continuaron: a Renata le estaba prohibido todo, desde jugar con las chicas del vecindario a comer golosinas, y por un sí o un no, Teresa Haddad le imponía la penitencia de permanecer de pie durante horas frente a una pared. Al fin, y quizás exasperado, mi padre la envió a un internado en Medellín y luego a pasar una temporada en México, con sus parientes Haddad, de donde regresó para ser presentada a la sociedad de Barranquilla. Desde su llegada empezó a recibir día tras día unas cajas de gardenias que su madre se apresuraba a mandar a casa de mi abuela y de cuya existencia Renata nunca supo. Según Teresa Haddad, el hombre que las enviaba estaba casado y su hija debía olvidar aquel amor. Mi abuela y yo no le creíamos, pero como nos había amenazado con armarle una trifulca a mi padre, que había tenido ya su primera alerta cardíaca, preferimos guardar silencio. Y así nuestra casa fue invadida por el lancinante perfume de las gardenias hasta la víspera del matrimonio de Renata.
Viéndolo a distancia, el comportamiento de Teresa Haddad podía explicarse. Tenía veinte años cuando su familia abandonó el Líbano por razones políticas: una muchacha muy bella, de nariz aquilina y verdes ojos rasgados, que hablaba varios idiomas y por su educación y sus orígenes creía pertenecer a la élite de la sociedad. Grande fue su furor al descubrir que en Barranquilla, donde se habían instalado, su pasaporte hacía de ella una ciudadana de Turquía, el país aborrecido; más aún, aquel documento la condenaba a deslizarse en la clase media, pues la ignara burguesía de la ciudad desconocía la historia de los países dominados por el Imperio Otomano y conservaba, en cambio, una oscura reminiscencia de las luchas de la Cristiandad contra los moros. Sin amilanarse, Teresa Haddad hizo una lista de los hombres de alcurnia disponibles en la ciudad y, valiéndose de una treta, se hizo presentar a mi padre, viudo desde mi nacimiento y completamente inerme ante el esmeralda de sus ojos y la aparente dulzura de su trato. Creyendo casarse con una odalisca, mi padre se unió a una fiera herida en su amor propio que lo obligó a abandonar sus apacibles lecturas nocturnas para llevar una vida social febril a través de la cual Teresa Haddad se vengaba de los desdenes sufridos y, al mismo tiempo, se imponía como una gran dama de la burguesía local. Pero adoraba a su marido y, como era posesiva, sentía celos de Renata, por quien mi padre parecía embobado. Teresa Haddad pertenecía a esta clase de mujeres que aman más a los hombres que a los hijos. Aunque tenía un servicio numeroso, ella misma le preparaba a mi padre sus comidas; también le sacaba en máquina las páginas de los libros que escribía sobre jurisprudencia.
Teresa Haddad no tenía relaciones con los otros libaneses que vivían en la ciudad. A la larga llegó a detestar su propio apellido, suprimiéndolo de sus tarjetas de visita y de las invitaciones que enviaba cuando daba una fiesta. Así mismo, le exigió a mi padre recuperar los retratos de sus ancestros para colocarlos en su casa y se aprendió de memoria la vida y milagros de cada uno de ellos: se la repetía con orgullo a los extranjeros que visitaban a mi padre y como al hablar empleaba un plural confuso todos quedaban convencidos de que pertenecía también a la familia. De ahí su reacción al saber que Renata se había enamorado en México de un pariente suyo: destrozar las cartas, ocultar las gardenias, hacerle creer a su hija que aquel hombre la había traicionado.
De haber sido Renata más madura, yo habría terminado contándole la verdad, pero en el conflicto que la afrontaba a su madre se habría servido de mis revelaciones para crear una crisis sin salida: llantos, recriminaciones, a eso se habría reducido su oposición. Renata era incapaz de rebelarse contra la voluntad de Teresa Haddad; tampoco tenía el coraje para asumir sus deseos. Siempre me pareció marcada por el convencionalismo: prueba de ello, apenas se casó y tuvo los hijos de rigor, se lanzó a la conquista de la aristocracia bogotana y se le fue la vida en asistir a tees y cócteles, siempre desesperada por su falta de vestidos apropiados y la necesidad de repetir atuendos pasados de moda. Quizás Renata no merecía al hombre de las gardenias.
Lo conocí en París, muchos años después, en una recepción ofrecida por la embajada de México. Cuando nos presentaron y oyó pronunciar mi apellido, me miró primero con estupor y luego, despacio, con una remota nostalgia. Fuimos a tomar una copa al bar del hotel George V, donde estaba alojado, y conversamos hasta muy tarde. A pesar de que su padre y su abuelo se habían casado con europeas, tenía las hermosas y austeras facciones de un nómada del desierto. Aún entonces no comprendía por qué sus relaciones con Renata habían terminado de manera tan abrupta; se habían amado sin reservas y ella había partido para anunciarle a su familia un compromiso celebrado en secreto. Desde ese instante él le había enviado cada día una carta acompañada de gardenias, sus flores preferidas, pero Renata no le había respondido y al cabo de tres meses alguien le había hecho llegar una tarjeta de participación de su matrimonio con otro hombre. Me costó trabajo explicarle que en los tiempos de Teresa Haddad los mal llamados turcos de Barranquilla eran considerados socialmente inferiores. Él no podía comprenderlo: dirigía una firma industrial, tenía amigos por todas partes, políticos y hombres de negocios, pero también, deduje de su conversación, millonarios y aristócratas europeos que lo invitaban a sus mansiones donde asistía a fiestas suntuosas y cacerías. Desde su posición, los prejuicios de Barranquilla se le antojaban tan nimios como el vuelo de una mosca. Le asombraba que Renata hubiera sucumbido a tanta mediocridad. La recordaba independiente y bella, con un ansia de vivir igual a la suya, decidida a entrar en la universidad después de su matrimonio. Yo a duras penas lograba creerlo: la personalidad de Renata parecía haberse transformado al contacto de aquel hombre, pero sobre todo, pensaba, lejos de la mala sombra de Teresa Haddad. Tal vez su inteligencia había brillado un instante como una estrella fugaz antes de ser absorbida de nuevo por los espejismos del ajetreo social y los sinsabores de la penuria. De su penuria yo tenía una prueba en mi cartera: un billete de cien dólares economizados difícilmente por Renata durante cuatro años para que le consiguiera en París un vestido aprovechando la temporada de liquidación de mercancías. Al saberlo, el hombre de las gardenias palideció. No es posible, dijo como si se sintiera ultrajado; no es posible, me repitió. Y después de reflexionar un momento quiso saber si le permitía abrirme una cuenta ilimitada en el almacén de uno de los grandes costureros de París a fin de que le comprara a Renata todo cuanto pudiera desear. Acepté sin la menor reticencia y mi hermana tuvo al fin los atavíos con los que había soñado a lo largo de su vida hojeando las revistas de moda. Nunca supo cómo un simple billete de cien dólares había podido transformarse en tantos sastres, vestidos de cóctel, carteras y abalorios de lujo. Para ella debió ser el milagro de los peces y de los panes. Para mí un desquite de la tacañería de su marido. Años después me escribía anunciándome su próxima operación y corrí a Bogotá invadida por un mal presentimiento.
Cuando la sacaron del servicio de cuidados intensivos, Renata estaba despierta y se expresaba con claridad. Sólo entonces, y por primera vez, me habló del hombre de las gardenias, de aquel amor vivido en su juventud y cuyo recuerdo jamás la había abandonado. Muy temprano, me contó, salían a montar a caballo por la zona central de los carriles de la Avenida Insurgentes, envueltos en largas capas negras con botones de plata. De noche iban a la Zona Rosa y bebían champaña. Se amaban, me dijo, y aquéllos habían sido los únicos días felices de su vida. Fueron sus últimas palabras antes de hundirse en el coma que precedió su muerte.
A la mañana siguiente se celebraron los funerales de Renata. Cuando me disponía a salir del hotel para asistir al entierro, un botones me entregó una caja de gardenias que acababan de llegar de México. No contenía tarjeta alguna, pero venía dirigida a mí y estaba anudada con una cinta negra.
Paris, julio de 1987
En Cuentos completos, 2018
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