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El reloj - Ramón Rubín

Mi compadre Ponciano Bayón es hombre rudo, poco expresivo en su afecto y hasta me temo que un tanto mezquino. Por eso me sorprendió vivamente cuando, a su regreso de la capital, me regaló aquel reloj con apariencia de fino.

Yo sé que él me estima. Pero su decisión de traerme aquel obsequio era demasiado abrupta. Y no podía concebir que esa estimación fuera tan alta como para merecerle un regalo que debió costarle algunos cientos de pesos; pues la joya era chapeada de oro, de prestigiada marca y excelente máquina y hasta de un modelo bastante reciente. A él mismo jamás le había conocido otro reloj que el que heredó de su tatita, raspado, viejo y panzudo y de valor harto inferior.

Había ido a visitarlo el mismo día de su regreso al pueblo. Y ufano de haber conocido antes que él la metrópoli, le dije:

¿Quihubo, compadre? ¿Salieron o no atinados los consejos que le di?

Me miró unos instantes con una especie de encono. Y luego introdujo la mano en un bolsillo y ofreciéndome con una sonri­silla maliciosa aquella alhaja, repuso:

Seguro, compadre. Y nomás para que vea que los estimo, le regalo ese reloj.

Al principio pensé que bromeaba... Mas, cuando comprendí que estaba seriamente resuelto, tomé la prenda y me puse a exa­minarla sin disimular mi sorpresa.

Me habían dicho que él y mi comadre Caritina retornaron tan pronto al pueblo precisamente porque la chamba que le consiguió a Ponciano en la capital el hijo del difunto Buenaventura Soria al salir diputado por nuestro distrito, no les daba para comer. ¿Cómo podía explicarse entonces tanta esplendidez?...

Esto de que no iban a durar mucho tiempo por allá teníalo yo muy bien previsto. Aunque herido y humillado por una mala suerte crónica, mi compadre se conservaba excesivamente digno y orgu­lloso para que pudiera prosperar en esos sucios menesteres de la política, donde la aptitud fundamental es la desvergüenza y el ser­vilismo. Sin embargo, no se contaba esta advertencia, que hubiera podido lastimarle, entre los consejos que yo le di a su partida. Y mal podría atribuirle a tal acierto el generoso obsequio que me traía.

Examinando bien el reloj, vine a reparar en que ya tenía algo de uso, y hasta unas iniciales grabadas que no eran ni las mías ni las de mi compadre. Con lo cual llegué a despreocuparme y a justificar su rumbosidad pensando que de seguro lo había adquirido de ocasión en la Lagunilla o en algún montepío, o se quedó con él como garantía de algún préstamo no rescatado de unos cuantos pesos.

No obstante, tiempo después él insistió en que pagaba con esa prenda el justo valor de mis consejos, asegurando que a uno de ellos le debía su adquisición.

Lo que yo le aconsejé al marchar, más bien por presumirle de mis conocimientos de la vida en la ciudad que por una sincera preocupación por su bienandanza en ella, fue que le advirtiese a mi comadre Caritina que evitara subirse a un libre con dos cho­feres cuando fuera sola; pues, aunque a decir verdad tiene muy poco que apetecer desde que le salió la nube en el ojo derecho y la dejaron tan flaca las tercianas, bien pudiera ser que se les an­tojara y le hicieran pasar un mal rato. Le encomendé también que si se metían entre la muchedumbre que llena el Zócalo la noche del Grito procuraran llevar sus zapatos más viejos, ya que proba­blemente los dejarían allí por los atropellones. Y finalmente le hice notar que cuando se tropezase con alguien en la calle tuviera buen cuidado de tentarse los bolsillos para ver si en el restregón no le habían volado el reloj o la cartera, pues los rateros en la capital trabajaban muy fino.

Después supe que era precisamente este último consejo el cau­sante de aquel regalo.

Resulta que a los pocos días de llegados a la capital, mi com­padre tuvo que asistir a una reunión para la que le citase el dipu­tado, su protector, a eso de las diez de la noche. Se vistió con premura, ya que le había atrasado la cena. y se precipitó a la calle envuelto en su gabardina, pues estaba lloviendo. Él vivía en la colonia San Rafael, cerca de la Tlaxpana, y, además de encharca­da, la calle estaba sola y oscura. Avanzando a buen paso, al llegar a la primera esquina se tropezó bruscamente con un individuo que iba también de prisa por la calle transversal; y con el golpe del inesperado encuentro hasta resbalaron ambos de la banqueta al charco del arroyo. Se disculparon mutuamente de la torpeza. Pero aún se dieron otros dos involuntarios aventones antes de de­cidir qué lado tomaría cada cual para seguir su camino.

Mi compadre atravesó la calle riéndose del incidente, no obs­tante que sentía que el agua le había llegado a los calcetines... Mas, al abordar la banqueta de enfrente recordó de súbito los consejos que yo le diese; y se detuvo para registrarse apurada­mente los bolsillos.

La cartera permanecía en su lugar, pero faltaba el reloj que ordinariamente guarda en el bolsillito de la pretina.

Repito que mi compadre es hombre atrabancado, vivo de genio y de pocas pulgas. Y al sentirse no sólo herido en sus intereses, sino, además, en su amor propio, la sangre y la indignación se le subieron al rostro. No lo reflexionó poco ni mucho. Sin reparar siquiera en que iba desarmado, profiriendo maldiciones y gesticu­lando como él acostumbra en estos casos, se lanzó en persecución del individuo con quien tropezase, y que, aunque iba de prisa, estaba todavía a su alcance.

El sujeto, al verse perseguido, aceleró el paso. Mas no lo sufi­ciente para que mi compadre, que aún está joven, ágil y muy nervudo, dejara de atraparlo cuadra y media más allá.

Para entonces ya se había desatado toda la violencia de su ca­rácter. Y, asaltando al desconocido, lo tomó de un hombro y vol­viéndole de un jalón de frente empezó a golpearlo con el puño una y otra vez en la cara, sin darle punto de respiro y exigiéndole mientras lo hacía:

¡Eche el reloj si no quiere que le rompa todo el hocico!... ¡Venga ese reloj, hijo de la tostada!...

El otro, que no debía ser hombre de mucho coraje ni de cons­titución física suficiente para oponerse a las iras del energúmeno de mi compadre, viendo que la calle estaba sola y oscura y atur­dido por el chaparrón de golpes y maldiciones de Ponciano, re­solvió que no le quedaba más remedio que acceder a las deman­das de su agresor para eludir la golpiza. Y metió, como pudo, la mano en el bolsillo, sacando de él el reloj y entregándoselo.

Muy ufano de su éxito, mi compadre se lo guardó sin siquiera observarlo, mientras todavía le daba un puntapié en las posaderas a su contrincante y ofendía por última vez con palabras injurio­sas a la madre del señor.

Volvió a su casa dos horas después, una vez que terminó la junta. Y mientras se desvestía para acostarse, intentó presumirle a mi comadre Caritina de lo despierto y expedito que era platicán­dole lo sucedido.

Ella lo escuchó respetuosa, aunque adormilada entre las sába­nas. Y cuando dio fin al relato, exclamó con cierto tono de re­proche:

¡Pero Ponciano!; si tu reloj lo dejaste sobre el buró al cam­biarte de traje...

Y es así, por razones de conciencia que no le permiten ave­nirse con la posesión de prenda tan mal habida o porque prefiere que si alguien ha de cosechar las trompadas que quedó debiendo sea yo quien tenga ese honor, como ha venido a parar a mis ma­nos un hermoso reloj que no me atrevo a usar, vender, rifar ni llevar a un montepío.

En la vida ninguna generalización funciona.


En  Cuentos del mundo mestizo, 1985

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