Al abrir la puerta de su casa escuchó una música distinta. Dejó los paquetes en la entrada y, antes de subir la escalera, llamó a Jovita sobreponiendo su nombre al estridente clamor de la radio. No obtuvo respuesta, sólo notó que la música venía de su habitación. Corrió asustada hacia un gemido apagado. Jovita, tendida sobre el tapete junto a la cama, gesticulaba su dolor.
—¿Pero qué le ha pasado Jovita? —dijo asombrada mientras extendía un brazo para apagar la radio.
—Es que, señora, de repente me dio un torzón. Yo venía a abrir la cama y no pude con mi alma —la voz se le iba, la mujer recuperaba el aire y seguía—aquí llevo como dos horas, la mano me dio para alcanzar el aparato ese y no entristecerme.
—Pero Jovita, hay que llamar al doctor.
Y sin más averiguación tomó el teléfono y avisó a su médico. El doctor Chapa dijo que no debía moverla hasta que él llegara. Las dos mujeres se quedaron calladas. Amalia sentada en el sillón y Jovita a sus pies con el delantal puesto y la fatiga de tanto dolor quebrándole el entrecejo.
—¿Ves?, es lo malo de vivir sola, dos viejas mirando por su suerte y ahora tú te me pones mal.
—Ay, señorita, ni diga, usted sí que todavía puede encontrarse un buen señor por allí. Yo me lo encontré y se me escapó, nomás me dejó un reguero de escuincles inútiles.
Llamaron a la puerta y Amalia recibió al doctor.
—Por aquí, figúrese que entraba y con el ruido de la radio no escuché sus quejidos. Lleva toda la tarde tirada como un bulto y yo sin sospecharlo.
—Deje de lamentarse, Amalita, y espere tranquila afuera mientras la ausculto.
Al rato la llamó de nuevo a la habitación y con la ayuda de dos sábanas elevaron a Jovita sobre el colchón.
—Si hubieras comido menos todo esto sería más fácil —repeló el doctor tras el esfuerzo por no descolocar el cuerpo averiado de la sirvienta. La tapó con la cobija haciendo a un lado la colcha tejida.
—En un rato se tomará las medicinas y a reposar y nada de dar lata a la señorita.
El doctor apagó la luz y cerró la puerta ignorando el gesto desencajado de Amalia. “Mi libro, mi bata”, susurró. Pero ya el doctor la llevaba a la sala explicándole.
—Es cuestión de paciencia. No te apures Amalia. Si bien es una vértebra lastimada, Jovita podrá ponerse de pie en una semana y, aunque no es conveniente que trabaje por un rato, bueno, al menos podrás ocupar tu cuarto y mandarla a descansar a su casa.
Mira, aquí está la lista de medicinas, son calmantes y antiinflamatorios, nada riesgoso. Siento mucho que te toque atenderla estos días pero moverla sería una locura y una manera probable de invalidarla. Adiós, mi niña, me llamas si se agrava la situación.
Amalia no dijo nada. Se quedó con la receta suspendida y una enorme confusión. Miró la puerta de su recámara al fondo del pasillo y se acercó de puntillas para asegurarse de que Jovita estaba bien. Contempló su cara gruesa apaciblemente enmarcada por la almohada de encajes. Soy tonta, pensó recobrando la compostura. Es una mujer enferma y necesita de este reposo más que yo de mi habitación. Iré por las medicinas y luego me arreglaré una cama en el sillón de la sala.
Volvió al rato y vio luz en la habitación, se encontró a Jovita absorta en una película.
—Se ve que estás mejor.
Y Jovita restregó el cuerpo en la extensión de la cama.
—Yo creo que de sólo dormir aquí me curo.
—Ojalá, ahora tómate esto. ¿Quieres cenar?
Después de recoger la charola de su habitación y acomodar los platos en el fregadero, Amalia se retiró a la sala sin estar segura del sentimiento que debía aflorar.
Al día siguiente, al irse al trabajo, dejó a Jovita instalada con una jarra de agua, cacahuates, revistas, el teléfono a su lado con el número de la oficina y el del doctor anotados en grande. Regresó apurada del trabajo y al dar vuelta a la llave, la sorprendió otra vez esa música ajena. Alzó los hombros resignada.
Jovita la esperaba con gran sonrisa y una boca llena de cacahuates.
—Fíjese que la tele por la mañana es bien entretenida. Hasta aprendí una recetita para ahora que me levante.
Amalia abrió la ventana para alejar el tufo de la habitación. Se llevó la bacinica disimulando su asco y mirando para otro lado.
—¿Tendrás hambre, verdad? —preguntó molesta.
—Ay sí, señorita, qué pena pero ya las tripas me reclaman. Yo siempre almuerzo tardecito y así aguanto más.
Se puso el delantal en la cocina y se aventuró a preparar una sopa de fideos y unos bisteces con papas, una hazaña después de una vida de sólo estar en la oficina y dejar a otra las tareas de la casa. Por la misma inexperiencia en el fregadero se apilaron los platos en desorden y el aceite salpicó los pisos y muros.
Después de servir a Jovita y comer ella en la cocina, se enguantó las manos de oficina y se puso a restregar los platos, piso y estufa. Pensó en descansar frente a la tele pero se encontró a Jovita adormilada.
Recordó que en el cuarto de servicio estaba la televisión vieja y allí se tumbó a ver las telenovelas de la tarde. De momento le vino aquella desazón del día en que se burlaron cuando no pudo terminar de recitar en la escuela o la tarde en que Raúl no volvió más.
Entonces su madre la acariciaba, le decía alguna cosa reconfortante y después de dejarla llorar en su hombro la hacía reír. Se quedó dormida hasta que una voz la despertó, era el aparato aún encendido.
—Señorita —escuchó a Jovita mientras bajaba—, que me duele la cintura, que me parto en dos.
—Calma, Jovita. ¿Qué hora es? Qué barbaridad, hace una hora debiste tomar el calmante. Tranquila. Tómalo y voy a traer una esponja y agua tibia para asearte y un camisón limpio.
—¿No tendrá uno amplio que me preste? El mío está todo roto.
Amalia buscó hasta dar con uno que le había heredado su hermana Dora antes de irse a vivir fuera. Limpió, peinó y vistió a Jovita, quien parecía disfrutarlo.
—A qué se siente uno mejor limpio.
Vieron una película mientras merendaban pan con café. Jovita había vuelto a cuajarse en la almohada, los labios aleteaban con sus respiros profundos. Amalia se desesperó y dejó la historia a medias.
Para el sábado, Amalia estaba agotada. Las manos eran una masa rasposa, las ojeras le cruzaban la cara y el pulso se le desacompasaba. Le habían vuelto las punzadas en el vientre. Durmió la mona toda la tarde y por la noche se ocupó del aseo de su paciente y de prepararle unos molletes.
—Señora, me da harta pena pero me habló mi hermana y le conté mi mal y como mañana es domingo, pues quiere venir a verme. No sé si usted consienta.
—Ay Jovita, por Dios, cómo voy a negar la visita de tu familia. ¿A qué hora viene?
—En la tardecita, seño...
—Es que yo quería ver a mi sobrina pero...
—Déjelo, señora.
—No Jovita, voy a cancelar a Marta. Si me voy no hay quien abra la puerta y entiendo que tengas ganas de ver a tu familia.
El domingo a las cuatro sonó el timbre. La disculpa fue inmediata.
—Ay señorita, qué molestias le está dando Jovita, y dispense que yo venga pero quería ver la gravedad de mi hermana.
—No se apure, no pasa todos los días. Está arriba en mi cuarto.
Extrañada pasó a la habitación de Amalia y casi contempló con envidia el padecer de su hermana.
—Condenada, qué se me hace que te inventaste esto del torzón —dijo por lo bajo.
—Bueno, yo las dejo. ¿Gusta un cafecito, un refresco?
—Muchas gracias, si no es molestia, un refresco.
Incómoda y paralizada por esta situación pensó en refugiarse en el cuarto de Jovita. Tocaron de nuevo. Esta vez eran los hijos de Jovita con las nueras. Amalia les acomodó sillas, ofreció de tomar, cambió ceniceros y retiró la bacinica.
Todos le evadían la mirada y decían “gracias” y “qué pena” a cada movimiento suyo. Pero cuando salió del cuarto se dejó correr un murmullo en la habitación.
Ya que se fueron, Jovita dijo que no sabría cómo pagarle sus atenciones, que toda la familia estaba muy agradecida y nada más estuviera bien haría un mole en casa de Roco.
El lunes, el doctor Chapa llamó para que Jovita intentara ponerse de pie. Amalia le debía ayudar a incorporarse y a dar algunos pasos. Así cada dos horas hasta que por la noche pudiera caminar al estudio y allí dormir. El viernes intentaría bajar la escalera para irse a su casa a descansar. Él tomaría vacaciones pero hablaría a la vuelta esperando saber que Jovita se hallaba recuperada y comiendo menos. Al despedirse preguntó a Amalia por su úlcera.
—No te descuides, hija, que no vamos a operar de nuevo.
—Anda mujer —obedeció al momento Amalia distrayéndose de aquella pregunta—, apóyate en mi brazo. Así, saca las piernas de la cobija y dóblalas hacia el suelo, deja tu peso venir. Así, ahora arriba, cógete de mis hombros. Ahora. Jovita lanzó un grito agudo y su enorme cuerpo cayó de cuajo sobre la cama. Amalia creyó que se había desmayado.
—No puedo —le dijo entre una maraña de cabello sudado.
—Está bien, al rato probamos de nuevo —se resignó Amalia.
Eran las nueve de la noche y las dos mujeres jadeaban. La una en el suelo, la otra atravesada en la cama. Amalia sollozó y, abatida, sin mirar de nuevo a Jovita salió del cuarto.
A la mañana siguiente no quiso ir al trabajo, se sentía débil y pidió a Jovita que llamara a su hermana para atenderla.
—Que tu hermana te haga caminar.
Esa tarde sólo esperó a que tocaran la puerta. Abrió, escuchó los “qué pena” habituales y cogiendo un libro, los calmantes, la costura, sus cartas, ropa y fotos, se retiró al cuarto de servicio. Procuró arreglar la habitación, colocó algunas fotos y pensó en los objetos que subiría al día siguiente.
Pasó la tarde en silencio, muy en paz y casi olvidándose de la casa ocupada bajo sus pies. Le pareció que no era del todo malo vivir en un cuarto pequeño, hecho más a la escala de lo que se podía habitar, como cuando de niña su habitación le parecía todo el mundo.
Al despertar bajó por café caliente y de lejos observó a las dos hermanas en orgulloso sueño, posesionadas de su cama y sus sábanas frescas. En los burós había cascos de refresco y los platos de la noche barnizados de grasa fría con una media luna de tortilla seca. Sintió rabia y cierto asco. Nada más acabara esto le hablaría a Marta para disculparse por no haber ido a verla, ya le explicaría todo.
Rondó la casa buscando objetos que echaba en una bolsa: algún cuadro, el candelabro, las cobijas, toallas. Buscó la parrilla eléctrica que comprara cuando les faltó el gas una semana y subió el pocillo, café, una taza, y una caja de galletas.
Llamó al trabajo y dijo que estaba enferma. Las risas de Jovita que seguramente miraba extasiada la televisión la irritaron y aceleraron su pesquisa por la casa. Arriba respiró tranquila abrazando su bulto y espiando por la minúscula ventana el tinaco y el tendedero contiguo.
En los días que siguieron alguna vez bajó a la cocina a comer algo, un sandwich o un taco del guisado que había preparado la hermana de Jovita. Entonces sentía cómo las otras dos coludidas se portaban solemnes y mostrando consternación lamentaban que la enferma no podía ni incorporarse del lecho. Repetían “qué pena”, “¿por qué no baja señorita?” y se atrevían a un “ya no hay qué comer”. Amalia extendió un billete, pidió a la hermana que se encargara y a Jovita le insistió que tendría que caminar. Al doctor no le iba a gustar nada esta falta de avance. Se apretó el estómago deteniendo una punzada.
—No puedo, señorita. Es que me retumba hasta el cerebro el quererme parar. Se me va el aire. ¿Verdad, Genoveva?
—Pues tendrá que verte de nuevo el doctor y poner un pronto remedio —contestó a disgusto.
Cogió la caja de aspirinas para los mareos que le repetían por las tardes y otra novela.
El domingo oyó más ruido. Voces de hombre y risotadas, la estridente voz de Jovita y sintió el olor a fritanga que subía hasta su cuarto. Intimidada decidió no bajar ese día. Además, estaba sin fuerzas. No se movió de la cama, leyó y leyó hasta que el sueño y el hambre ignorada la durmieron. Soñó que su madre le traía a Raúl, a Raúl siendo un niño; lo arrastraba mientras él se resistía furioso. “Con ésta a la que deshonraste tendrás que permanecer. Con ésta, con ésta...” se borraban las imágenes y la voz palidecía. “Con ésta que entregó a su niño, con ésta, con ésta.”
Despertó con vómito. Tenía que llamarle al doctor, ahora ella era la que necesitaba su atención. Al bajar, el olor a aceite rancio le provocó náusea. Entró a la sala y se encontró a dos hombres dormidos en el piso, los ceniceros atestados de colillas y muchos platos y vasos sucios. Indignada marcó el teléfono.
—¿Está el doctor Chapa? —preguntó con voz potente, decidida a despertar a los huéspedes.
—¿Cuándo vuelve? Dígale que le llamó la señorita Amalia.
Los cuerpos apenas y rodaron buscando acomodo y Amalia desesperada arrastró los pies escaleras arriba.
Devolvió el estómago y se tumbó. No bajó más.
Afortunadamente no presenció su sala llena de manchas, huellas de cigarro en los cojines, un gran pene dibujado en la pared y el altar de plástico para la virgencita en el recibidor. Tampoco pudo irritarse con el tendido de ropa en el balcón y los nietos de Jovita que se deleitaban tecleando su piano de cola. No, porque una compañera de oficina fue la que tocó a la puerta y la encontró sobre la cama de servicio, pálida y delgada, con la foto de un muchacho arrugada en sus manos.
—Con permiso —se atrevió a decir a los hijos, nueras y hermana de Jovita —mientras los enfermeros bajaban el cuerpo de Amalia protegido por una sábana blanca.
—¿Pero qué le ha pasado Jovita? —dijo asombrada mientras extendía un brazo para apagar la radio.
—Es que, señora, de repente me dio un torzón. Yo venía a abrir la cama y no pude con mi alma —la voz se le iba, la mujer recuperaba el aire y seguía—aquí llevo como dos horas, la mano me dio para alcanzar el aparato ese y no entristecerme.
—Pero Jovita, hay que llamar al doctor.
Y sin más averiguación tomó el teléfono y avisó a su médico. El doctor Chapa dijo que no debía moverla hasta que él llegara. Las dos mujeres se quedaron calladas. Amalia sentada en el sillón y Jovita a sus pies con el delantal puesto y la fatiga de tanto dolor quebrándole el entrecejo.
—¿Ves?, es lo malo de vivir sola, dos viejas mirando por su suerte y ahora tú te me pones mal.
—Ay, señorita, ni diga, usted sí que todavía puede encontrarse un buen señor por allí. Yo me lo encontré y se me escapó, nomás me dejó un reguero de escuincles inútiles.
Llamaron a la puerta y Amalia recibió al doctor.
—Por aquí, figúrese que entraba y con el ruido de la radio no escuché sus quejidos. Lleva toda la tarde tirada como un bulto y yo sin sospecharlo.
—Deje de lamentarse, Amalita, y espere tranquila afuera mientras la ausculto.
Al rato la llamó de nuevo a la habitación y con la ayuda de dos sábanas elevaron a Jovita sobre el colchón.
—Si hubieras comido menos todo esto sería más fácil —repeló el doctor tras el esfuerzo por no descolocar el cuerpo averiado de la sirvienta. La tapó con la cobija haciendo a un lado la colcha tejida.
—En un rato se tomará las medicinas y a reposar y nada de dar lata a la señorita.
El doctor apagó la luz y cerró la puerta ignorando el gesto desencajado de Amalia. “Mi libro, mi bata”, susurró. Pero ya el doctor la llevaba a la sala explicándole.
—Es cuestión de paciencia. No te apures Amalia. Si bien es una vértebra lastimada, Jovita podrá ponerse de pie en una semana y, aunque no es conveniente que trabaje por un rato, bueno, al menos podrás ocupar tu cuarto y mandarla a descansar a su casa.
Mira, aquí está la lista de medicinas, son calmantes y antiinflamatorios, nada riesgoso. Siento mucho que te toque atenderla estos días pero moverla sería una locura y una manera probable de invalidarla. Adiós, mi niña, me llamas si se agrava la situación.
Amalia no dijo nada. Se quedó con la receta suspendida y una enorme confusión. Miró la puerta de su recámara al fondo del pasillo y se acercó de puntillas para asegurarse de que Jovita estaba bien. Contempló su cara gruesa apaciblemente enmarcada por la almohada de encajes. Soy tonta, pensó recobrando la compostura. Es una mujer enferma y necesita de este reposo más que yo de mi habitación. Iré por las medicinas y luego me arreglaré una cama en el sillón de la sala.
Volvió al rato y vio luz en la habitación, se encontró a Jovita absorta en una película.
—Se ve que estás mejor.
Y Jovita restregó el cuerpo en la extensión de la cama.
—Yo creo que de sólo dormir aquí me curo.
—Ojalá, ahora tómate esto. ¿Quieres cenar?
Después de recoger la charola de su habitación y acomodar los platos en el fregadero, Amalia se retiró a la sala sin estar segura del sentimiento que debía aflorar.
Al día siguiente, al irse al trabajo, dejó a Jovita instalada con una jarra de agua, cacahuates, revistas, el teléfono a su lado con el número de la oficina y el del doctor anotados en grande. Regresó apurada del trabajo y al dar vuelta a la llave, la sorprendió otra vez esa música ajena. Alzó los hombros resignada.
Jovita la esperaba con gran sonrisa y una boca llena de cacahuates.
—Fíjese que la tele por la mañana es bien entretenida. Hasta aprendí una recetita para ahora que me levante.
Amalia abrió la ventana para alejar el tufo de la habitación. Se llevó la bacinica disimulando su asco y mirando para otro lado.
—¿Tendrás hambre, verdad? —preguntó molesta.
—Ay sí, señorita, qué pena pero ya las tripas me reclaman. Yo siempre almuerzo tardecito y así aguanto más.
Se puso el delantal en la cocina y se aventuró a preparar una sopa de fideos y unos bisteces con papas, una hazaña después de una vida de sólo estar en la oficina y dejar a otra las tareas de la casa. Por la misma inexperiencia en el fregadero se apilaron los platos en desorden y el aceite salpicó los pisos y muros.
Después de servir a Jovita y comer ella en la cocina, se enguantó las manos de oficina y se puso a restregar los platos, piso y estufa. Pensó en descansar frente a la tele pero se encontró a Jovita adormilada.
Recordó que en el cuarto de servicio estaba la televisión vieja y allí se tumbó a ver las telenovelas de la tarde. De momento le vino aquella desazón del día en que se burlaron cuando no pudo terminar de recitar en la escuela o la tarde en que Raúl no volvió más.
Entonces su madre la acariciaba, le decía alguna cosa reconfortante y después de dejarla llorar en su hombro la hacía reír. Se quedó dormida hasta que una voz la despertó, era el aparato aún encendido.
—Señorita —escuchó a Jovita mientras bajaba—, que me duele la cintura, que me parto en dos.
—Calma, Jovita. ¿Qué hora es? Qué barbaridad, hace una hora debiste tomar el calmante. Tranquila. Tómalo y voy a traer una esponja y agua tibia para asearte y un camisón limpio.
—¿No tendrá uno amplio que me preste? El mío está todo roto.
Amalia buscó hasta dar con uno que le había heredado su hermana Dora antes de irse a vivir fuera. Limpió, peinó y vistió a Jovita, quien parecía disfrutarlo.
—A qué se siente uno mejor limpio.
Vieron una película mientras merendaban pan con café. Jovita había vuelto a cuajarse en la almohada, los labios aleteaban con sus respiros profundos. Amalia se desesperó y dejó la historia a medias.
Para el sábado, Amalia estaba agotada. Las manos eran una masa rasposa, las ojeras le cruzaban la cara y el pulso se le desacompasaba. Le habían vuelto las punzadas en el vientre. Durmió la mona toda la tarde y por la noche se ocupó del aseo de su paciente y de prepararle unos molletes.
—Señora, me da harta pena pero me habló mi hermana y le conté mi mal y como mañana es domingo, pues quiere venir a verme. No sé si usted consienta.
—Ay Jovita, por Dios, cómo voy a negar la visita de tu familia. ¿A qué hora viene?
—En la tardecita, seño...
—Es que yo quería ver a mi sobrina pero...
—Déjelo, señora.
—No Jovita, voy a cancelar a Marta. Si me voy no hay quien abra la puerta y entiendo que tengas ganas de ver a tu familia.
El domingo a las cuatro sonó el timbre. La disculpa fue inmediata.
—Ay señorita, qué molestias le está dando Jovita, y dispense que yo venga pero quería ver la gravedad de mi hermana.
—No se apure, no pasa todos los días. Está arriba en mi cuarto.
Extrañada pasó a la habitación de Amalia y casi contempló con envidia el padecer de su hermana.
—Condenada, qué se me hace que te inventaste esto del torzón —dijo por lo bajo.
—Bueno, yo las dejo. ¿Gusta un cafecito, un refresco?
—Muchas gracias, si no es molestia, un refresco.
Incómoda y paralizada por esta situación pensó en refugiarse en el cuarto de Jovita. Tocaron de nuevo. Esta vez eran los hijos de Jovita con las nueras. Amalia les acomodó sillas, ofreció de tomar, cambió ceniceros y retiró la bacinica.
Todos le evadían la mirada y decían “gracias” y “qué pena” a cada movimiento suyo. Pero cuando salió del cuarto se dejó correr un murmullo en la habitación.
Ya que se fueron, Jovita dijo que no sabría cómo pagarle sus atenciones, que toda la familia estaba muy agradecida y nada más estuviera bien haría un mole en casa de Roco.
El lunes, el doctor Chapa llamó para que Jovita intentara ponerse de pie. Amalia le debía ayudar a incorporarse y a dar algunos pasos. Así cada dos horas hasta que por la noche pudiera caminar al estudio y allí dormir. El viernes intentaría bajar la escalera para irse a su casa a descansar. Él tomaría vacaciones pero hablaría a la vuelta esperando saber que Jovita se hallaba recuperada y comiendo menos. Al despedirse preguntó a Amalia por su úlcera.
—No te descuides, hija, que no vamos a operar de nuevo.
—Anda mujer —obedeció al momento Amalia distrayéndose de aquella pregunta—, apóyate en mi brazo. Así, saca las piernas de la cobija y dóblalas hacia el suelo, deja tu peso venir. Así, ahora arriba, cógete de mis hombros. Ahora. Jovita lanzó un grito agudo y su enorme cuerpo cayó de cuajo sobre la cama. Amalia creyó que se había desmayado.
—No puedo —le dijo entre una maraña de cabello sudado.
—Está bien, al rato probamos de nuevo —se resignó Amalia.
Eran las nueve de la noche y las dos mujeres jadeaban. La una en el suelo, la otra atravesada en la cama. Amalia sollozó y, abatida, sin mirar de nuevo a Jovita salió del cuarto.
A la mañana siguiente no quiso ir al trabajo, se sentía débil y pidió a Jovita que llamara a su hermana para atenderla.
—Que tu hermana te haga caminar.
Esa tarde sólo esperó a que tocaran la puerta. Abrió, escuchó los “qué pena” habituales y cogiendo un libro, los calmantes, la costura, sus cartas, ropa y fotos, se retiró al cuarto de servicio. Procuró arreglar la habitación, colocó algunas fotos y pensó en los objetos que subiría al día siguiente.
Pasó la tarde en silencio, muy en paz y casi olvidándose de la casa ocupada bajo sus pies. Le pareció que no era del todo malo vivir en un cuarto pequeño, hecho más a la escala de lo que se podía habitar, como cuando de niña su habitación le parecía todo el mundo.
Al despertar bajó por café caliente y de lejos observó a las dos hermanas en orgulloso sueño, posesionadas de su cama y sus sábanas frescas. En los burós había cascos de refresco y los platos de la noche barnizados de grasa fría con una media luna de tortilla seca. Sintió rabia y cierto asco. Nada más acabara esto le hablaría a Marta para disculparse por no haber ido a verla, ya le explicaría todo.
Rondó la casa buscando objetos que echaba en una bolsa: algún cuadro, el candelabro, las cobijas, toallas. Buscó la parrilla eléctrica que comprara cuando les faltó el gas una semana y subió el pocillo, café, una taza, y una caja de galletas.
Llamó al trabajo y dijo que estaba enferma. Las risas de Jovita que seguramente miraba extasiada la televisión la irritaron y aceleraron su pesquisa por la casa. Arriba respiró tranquila abrazando su bulto y espiando por la minúscula ventana el tinaco y el tendedero contiguo.
En los días que siguieron alguna vez bajó a la cocina a comer algo, un sandwich o un taco del guisado que había preparado la hermana de Jovita. Entonces sentía cómo las otras dos coludidas se portaban solemnes y mostrando consternación lamentaban que la enferma no podía ni incorporarse del lecho. Repetían “qué pena”, “¿por qué no baja señorita?” y se atrevían a un “ya no hay qué comer”. Amalia extendió un billete, pidió a la hermana que se encargara y a Jovita le insistió que tendría que caminar. Al doctor no le iba a gustar nada esta falta de avance. Se apretó el estómago deteniendo una punzada.
—No puedo, señorita. Es que me retumba hasta el cerebro el quererme parar. Se me va el aire. ¿Verdad, Genoveva?
—Pues tendrá que verte de nuevo el doctor y poner un pronto remedio —contestó a disgusto.
Cogió la caja de aspirinas para los mareos que le repetían por las tardes y otra novela.
El domingo oyó más ruido. Voces de hombre y risotadas, la estridente voz de Jovita y sintió el olor a fritanga que subía hasta su cuarto. Intimidada decidió no bajar ese día. Además, estaba sin fuerzas. No se movió de la cama, leyó y leyó hasta que el sueño y el hambre ignorada la durmieron. Soñó que su madre le traía a Raúl, a Raúl siendo un niño; lo arrastraba mientras él se resistía furioso. “Con ésta a la que deshonraste tendrás que permanecer. Con ésta, con ésta...” se borraban las imágenes y la voz palidecía. “Con ésta que entregó a su niño, con ésta, con ésta.”
Despertó con vómito. Tenía que llamarle al doctor, ahora ella era la que necesitaba su atención. Al bajar, el olor a aceite rancio le provocó náusea. Entró a la sala y se encontró a dos hombres dormidos en el piso, los ceniceros atestados de colillas y muchos platos y vasos sucios. Indignada marcó el teléfono.
—¿Está el doctor Chapa? —preguntó con voz potente, decidida a despertar a los huéspedes.
—¿Cuándo vuelve? Dígale que le llamó la señorita Amalia.
Los cuerpos apenas y rodaron buscando acomodo y Amalia desesperada arrastró los pies escaleras arriba.
Devolvió el estómago y se tumbó. No bajó más.
Afortunadamente no presenció su sala llena de manchas, huellas de cigarro en los cojines, un gran pene dibujado en la pared y el altar de plástico para la virgencita en el recibidor. Tampoco pudo irritarse con el tendido de ropa en el balcón y los nietos de Jovita que se deleitaban tecleando su piano de cola. No, porque una compañera de oficina fue la que tocó a la puerta y la encontró sobre la cama de servicio, pálida y delgada, con la foto de un muchacho arrugada en sus manos.
—Con permiso —se atrevió a decir a los hijos, nueras y hermana de Jovita —mientras los enfermeros bajaban el cuerpo de Amalia protegido por una sábana blanca.
En, Nicolasa y los encajes, 1991
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