Sentada ante el mismo escritorio con su máquina de escribir Remington, donde habían transcurrido sus últimos 12 años de vida trabajando como recepcionista en una empresa comercial, Margarita Luna pasaba cartas en limpio y atendía el teléfono. Con dulce voz contestaba:
–Buenos días, Exportaciones S.A. a sus órdenes... Recibía y enviaba mensajes, operando una pequeña central colocada a su derecha.
La señora Luna residía en el segundo piso de un edificio de tiendas, situado en la popular calle Colón de Managua. Compartía el departamento con una vieja empleada –Juana Loáisiga– a quien conocía desde joven. No la había abandonado nunca, acompañándola en cualquier circunstancia, especialmente después de la desaparición de sus padres y su esposo, muertos en un fatal accidente de tránsito 5 años atrás. Por ese tiempo Margarita padeció de nervios alterados.
A las 11 de la mañana de un jueves, Margarita Luna recordó que debía llamar a Juana, para solicitarle el favor de ir donde la modista del barrio, a recoger el vestido que pensaba lucir el próximo sábado 20 de mayo. Ese día, el jefe obsequiaba anualmente a sus empleados un almuerzo, repartía regalos y premios de acuerdo al trabajo realizado. La comida tendría lugar en un famoso restaurante de carnes, se habían hecho reservaciones, ordenado el menú y algunos ramos de flores.
Ella marcó el número telefónico; al otro lado del alambre contestó una voz conocida que, sin embargo, no era la de Juana; cortó inmediatamente.
–Quizás me equivoqué –pensó, y llamó otra vez. Para su sorpresa respondió la misma persona.
–Quizás esté ligado con otro teléfono –se dijo a sí misma. Sin embargo, preguntó por no dejar:
–¿Quién habla por favor?
La respuesta fue inmediata:
–Margarita Luna –oyó.
–¿Qué número habla? –dijo nerviosa Margarita pues la voz sonaba conocida.
–77-123.
–¡Pero ése es el mío y Margarita Luna soy yo! –aseveró ella agitada.
–No señora, yo soy Margarita Luna; ¿qué desea? –preguntaron al otro lado.
Súbitamente ofuscada la señora Luna se quedó sin habla, estupefacta, sin comprender. Mil pensamientos cruzaron veloces por su mente, mientras el auricular colgaba de su mano.
–¡Qué me está pasando! –se preguntaba confundida con el ceño fruncido y expresión alterada. Súbitamente la asaltó una idea. Exclamó:
–¡Se metieron los ladrones a mi casa! ¡Eso es!
Tiró su silla hacia atrás y salió corriendo a la oficina del jefe; golpeó la puerta, sin esperar respuesta entró intempestivamente y solicitó permiso para abandonar la oficina, e ir a ver qué estaba sucediendo en su vivienda. Lloraba.
Margarita salió rápidamente a la calle, tomó un taxi que pasaba e indicó su dirección al conductor. Afortunadamente, su residencia estaba muy cerca; a sólo diez cuadras de la oficina. Pagó cinco pesos por la carrera con un billete de diez y se bajó del auto sin esperar el cambio.
Subió las gradas de dos en dos pues el edificio no tenía ascensor; mientras sacaba la llave de su bolso, pensó llamar al policía que usualmente permanecía apostado frente al primer piso, pero ya casi llegaba. Decidió enfrentar sola la situación. Sin recurrir a la llave optó por tocar el timbre del departamento. La puerta se abrió; una mujer madura, algo gorda, sonriente y amable en actitud tranquila dijo:
–Buenos días. ¿Qué se le ofrece, señora?
Margarita, viéndola, se sintió mareada; balbuceante logró preguntar:
–Busco a Doña Margarita Luna; ¿ella vive aquí, verdad?
La mujer, sin dejar de sonreír, dijo claramente:
–Sí señora; soy yo misma. ¿En qué puedo servirla?
Espantada, Margarita atinó a preguntar por Juana.
–Ella salió –fue la contestación.
Como sonámbula, la señora Luna musitó:
–Perdón, perdón; me equivoqué.
Comenzó a bajar los escalones. Volvió a ver atrás y miró a la misma mujer aún sonriente. Dándose cuenta que todavía tenía la llave en la mano, se dijo:
–Aquí la tengo y es mía.
Retrocedió. La mujer ya había cerrado la puerta del departamento. Margarita subió suavemente, sin ruido. Con cautela introdujo la llave en la cerradura, pero ésta no daba vuelta, ni a la derecha ni a la izquierda. La señora Luna intentó hacerla girar varias veces sin ningún resultado. Finalmente se decidió a bajar, repitiendo en voz baja, temblorosa, angustiada:
–¡Estoy loca, loca!, y recordó a su abuelita muerta en el manicomio.
Logró salir al fin, respiró hondo, secó el sudor de su frente con el pañuelo; en la acera le pareció ver su imagen reflejada en el vidrio del escaparate de una tienda de ropa. El policía ni siquiera la saludó como tenía por costumbre. Buscó de nuevo su figura en el cristal, solamente pudo ver a una mujer de rasgos extraños; pensó que se trataba de otra persona, pero no había nadie junto a ella. Volteó a ver por tercera vez. Fríamente se dio cuenta que ésa, no era ella. Era otra persona. Una perfecta desconocida.
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