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Mostrando entradas de abril, 2024

El camino desandado - Arturo Uslar Pietri

Me habían aconsejado no ir solo y de tarde por esos campos. Partidas de soldados del Gobierno recorrían los caminos, entraban en los caseríos y en las casas aisladas, en busca del Comandante. En una de sus frecuentes invasiones el Comandante había llegado por allí. Había tomado el pueblo cabecera del Distrito, había enviado un insolente telegrama al caudillo. “Si no tiene miedo venga a buscarme”. Había cogido unos fusiles viejos en la Jefatura, le había repartido a la gente del pueblo carne y papelón, y había desaparecido. ¿Quién sabe por dónde andaría con su partida? Pero yo era joven y me atraía el posible riesgo y el gusto de la aventura. Iba por el lado del Algarrobo. Faldas de monte, cubiertas de bosque y arboledas de café, vallecitos de pasto con algún ganado y quebradas de mucha piedra y agua espumosa. Los árboles muy tupidos y mucha hoja seca en las veredas que dan vueltas sin dejar ver a lo lejos. Además estaba oscureciendo a toda prisa. A poco de tomar el camino topé con la p...

El fantasma - Enrique Anderson Imbert

Se dio cuenta de que acababa de morirse cuando vio que su propio cuerpo, como si no fuera el suyo sino el de un doble, se desplomaba sobre la silla y la arrastraba en la caída. Cadáver y silla quedaron tendidos sobre la alfombra, en medio de la habitación. ¿Con que eso era la muerte? ¡Qué desengaño! Había querido averiguar cómo era el tránsito al otro mundo ¡y resultaba que no había ningún otro mundo! La misma opacidad de los muros, la misma distancia entre mueble y mueble, el mismo repicar de la lluvia sobre el techo… Y sobre todo ¡qué inmutables, qué indiferentes a su muerte los objetos que él siempre había creído amigos!: la lámpara encendida, el sombrero en la percha… Todo, todo estaba igual. Sólo la silla volteada y su propio cadáver, cara al cielo raso. Se inclinó y se miró en su cadáver como antes solía mirarse en el espejo. ¡Qué avejentado! ¡Y esas envolturas de carne gastada!  — Si yo pudiera alzarle los párpados quizá la luz azul de mis ojos ennobleciera otra vez el cuerp...

Bajo tierra - Samanta Schweblin

Necesitaba descansar, tomar algo para despabilarme. La ruta estaba oscura y todavía tenía que conducir varias horas. El parador era el único que había visto en kilómetros. Las luces interiores le daban cierta calidez, y había dos o tres coches estacionados frente a los ventanales. Dentro, una pareja joven comía hamburguesas. Al fondo, un tipo de espaldas y otro hombre, más viejo, en la barra. Me senté junto a él, cosas que uno hace cuando viaja demasiado, o cuando hace tanto que no habla con nadie. Pedí una cerveza. El barman era gordo y se movía despacio. —Son cinco pesos —dijo. Pagué y me sirvió. Hacía horas que soñaba con mi cerveza y esa era bastante buena. El viejo miraba el fondo de su vaso, o cualquier otra cosa que pudiese verse en el vidrio. —Por una cerveza le cuentan la historia —dijo el gordo señalándome al viejo. El viejo pareció despertar y se volvió hacia mí. Tenía los ojos grises y claros, quizá tuviera un principio de cataratas o algo por el estilo, era evidente que no...

Canarios - Elena Poniatowska

Lo primero es la jaula, adentro dos temores amarillos, dos miedos a mi merced para añadir a los que ya traigo adentro. Respiran conmigo, ven, escuchan; estoy segura de que escuchan porque cuando pongo un disco, yerguen su pescuezo, alertas. Al amanecer, hay que destaparlos pronto, limpiar su jaula, cambiarles el agua, renovar sus alimentos terrestres. Luego viene la vaina que como el berro debe conservarse en un gran pocillo de agua; si no, se seca; el alpiste compuesto, las minúsculas tinas, el palo redondito y sin astillas en forma de percha sobre el cual pueden pararse, la lechuga o la manzana, lo que tenga a la mano. Nadie me ha dado a mí el palo en el que pueda parar mis miedos. Tiemblan su temblor amarillo, hacen su cabecita para acá y para allá; frente a ellos debo ser una inmensa masa que tapa el sol, una gelatina opaca, un flan de sémola para alimentar a un gigante, alguien que ocupa un espacio desmesurado que no le corresponde. Me hacen odiar mi sombrota redondota de oso que ...

Bernardino - Ana María Matute

Siempre oímos decir en casa, al abuelo y a todas las personas mayores, que Bernardino era un niño mimado. Bernardino vivía con sus hermanas mayores, Engracia, Felicidad y Herminia, en “Los Lúpulos”, una casa grande, rodeada de tierras de labranza y de un hermoso jardín, con árboles viejos agrupados formando un diminuto bosque, en la parte lindante con el río. La finca se hallaba en las afueras del pueblo y, como nuestra casa, cerca de los grandes bosques comunales. Alguna vez, el abuelo nos llevaba a “Los Lúpulos”, en la pequeña tartana, y, aunque el camino era bonito por la carretera antigua, entre castaños y álamos, bordeando el río, las tardes en aquella casa no nos atraían. Las hermanas de Bernardino eran unas mujeres altas, fuertes y muy morenas. Vestían a la moda antigua —habíamos visto mujeres vestidas como ellas en el álbum de fotografías del abuelo— y se peinaban con moños levantados, como roscas de azúcar, en lo alto de la cabeza. Nos parecía extraño que un niño de n...

La cautiva - Pedro Juan Soto

Distinguió a lo lejos la capota roja del taxi, lo enfocó y persiguió luego en la curva donde el verde húmedo de los jardines resplandecía al sol, emplazó entonces su mirada en el parachoques delantero y lo atrajo hasta la entrada del edificio. Se abrió la portezuela de la izquierda… y no era él. Un cuerpo repulsivo —tan pequeño, tan escuálido, tan distinto al de él— cruzó la entrada cargando una maleta y subió el empinado pasadizo que conducía a la sala de espera. No vendrá, pensó . Le bastó con un simple apretón de manos en el porche, siempre pendiente de los ojos de Inés y mamá. Canalla. Cobarde. No… Probablemente Inés, sin siquiera darse cuenta, lo mantiene a raya con sus encargos: Nene, necesito ajos. Tomates, nene. Nene… Y seguramente ese renacuajo también lo hace pensar. Aunque me quiera —¡y me quiere!—, no querrá dejarlo. Cobarde. Yo puedo darle hijos de más, un buen hogar, hacerle felicidad, maldita Inés, estar contentos en una eterna luna de miel, es mío, Inés; yo puedo y si e...