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Mostrando entradas de marzo, 2025

Todos se han ido a otro planeta - Edmundo Valadés

Hay minutos en que todo parece escaparse de las manos. El día ha sido como un cheque sin fondos. Hemos caminado de prisa y de pronto nos detiene una duda: ¿Dónde vamos? Resulta que no lo sabemos. Una bruma desconsoladora nos envuelve. Creemos que los anuncios luminosos y las lámparas de los arbotantes no han sido bien encendidos. Suponemos que el mundo es demasiado grande y que no lo habita nadie. Algo así como si todos sus habitantes se hubieran ido a pasear a otro planeta. La soledad nos sobrecoge de improviso. Y con ella, el deseo punzante de hacer algo indefinible, desde tomar una taza de café hasta realizar una hazaña heroica. Y no es ni lo uno ni lo otro. Buscamos dentro de nosotros mismos, nos interrogamos: ¿Qué será? No se atina con la respuesta. Contempla uno la vida y la compara a una botica, en la que hay de todo. Sin embargo, no tenemos la receta. No puede saberse la medicina. Es el vacío. Esa noche, Epigmenio no tenía la receta. Era uno de esos días en que los pequeños y a...

El eterno transparente - Linda Berrón

Cuando quiso introducir la llave en la cerradura, comprobó sorprendida que no entraba. Trató nuevamente, pero no pudo. Probó con las demás llaves y tampoco. Observó con detenimiento la cerradura, ¿la habrían cambiado?, parecía la misma de siempre, como la puerta, como la casa. También la llave plateada y redonda era la misma. ¿Habrían tachado la cerradura? Tocó el timbre con larga insistencia, dos, tres veces. La muchacha abrió, impaciente y mal encarada. Sin decir nada, dio media vuelta y se fue a la cocina. Todo parecía estar en su lugar. Guardó la llave en la cartera. En el jardín, los niños jugaban con el perro. Y la tarde estaba soleada. Alejó la incertidumbre de sí y se acercó a darles un beso. No le hicieron mucho caso. Se sentó en la mecedora para disfrutar un rato de la frescura del corredor. Los helechos colgaban sin una gota de brisa. Empezó a oscurecer lentamente. Al cabo llegó su marido. Protestaba por el calor, las presas del tráfico y la reunión que tenía a las ocho de l...

Entre el cielo y el mar - Ignacio Aldecoa

Era la tercera vez en la mañana. Los niños volvieron a acercarse. El ruido de la mar se confundía con el unánime grito de los que hablaban. Unos segundos de silencio y la monótona repetición como un gruñido o como un estertor: aaa-ú . La red iba saliendo lentamente a la áspera playa. Su dulce color de otoño, roto por la lucecilla plateada de un pescado muy chico o por el verde triste un alga prendida en sus mallas, dividía la oscura desolación de grava menuda; cerca cabeceaba la barca vacía. Los niños pisaban la red. Pedro había asumido la labor de espantarlos. Decía una palabrota y hacía que corrieran apenas unos metros para pararse en seguida y volver confianzudamente a poco. Pedro tenía entre los labios el chicote de un cigarrillo y les miraba superior y hostil, porque era casi un hombre y trabajaba. En el copo había un parpadeo agónico y blanco de pascado y se movía la parda masa de un pulpo con algo indefinible de víscera o de sexo. Un último esfuerzo. Los pescadores se inclinaron...

La noche del féretro - Francisco Tario

Entró un señor enlutado, con los zapatos muy limpios y los ojos enrojecidos por el llanto. Se aproximó al empleado y dijo: —Necesito un féretro. Oí distintamente su voz ronca y amarga seguida por una tos irritante que, de estar yo dormido, me hubiera hecho despertar. Oí también, en aquel preciso momento, el timbre de la puerta en la casa contigua y el ladrido del perro, quien anunciaba así su alegría. El empleado dijo: —Pase usted. Y pasó el hombre sigilosamente, con un poco de asco, mirando a diestra y siniestra, como una reina anciana que visita un hospital. Parecía un tanto avergonzado del espectáculo: de aquellos cajones grises, blancos o negros que tanto asustan a los hombres, y de aquella luz amarilla y sucia que daba al local cierto aspecto de taberna. Mi compañero de abajo se enderezó cuanto pudo para explicarme: —El cliente es rico, conque tú serás el elegido. La noche era fría, lluviosa, y soplaba un viento de nieve. No apetecía yo, pues, moverme de aquel escondrijo tan tibio...

Rosario - María Fernanda Ampuero

Siempre llegaba la primera. De hecho, nunca nadie la había visto llegar. Era parte de la oficina como el bidón de agua o el escritorio del conserje. Nunca estaba más gorda ni más flaca, más contenta o más cansada. El rodete, tieso como soldado en su primer día, no se le deslizaba un milímetro durante las infinitas horas de la jornada laboral. Nunca le sudaba el sobaco. No se sacaba los zapatos al disimulo y se daba un masaje rápido en los pies. Nunca se quejaba de dolores del cuerpo o del corazón. No chismeaba ni escuchaba chismes. Las medias, color carne, jamás estaban corridas. Una estampa. Sí, eso. Una oficinista de mediana edad sacada de un banco de imágenes. O sea, era, nada más. Era como son las hojas A4. Los escáneres. Los bolígrafos promocionales. Era indiferente a ofensas y halagos, a risitas por la espalda y a ironías de frente. Jamás salía a almorzar con las otras chicas y, de hecho, se susurraba que al mediodía se comía una barra de proteínas en el baño, orinaba, y tardaba...

Espuma y nada más - Hernando Téllez

No saludó al entrar. Yo estaba repasando sobre una badana la mejor de mis navajas. Y cuando lo reconocí me puse a temblar. Pero él no se dio cuenta. Para disimular continué repasando la hoja. La probé luego sobre la yema del dedo gordo y volví a mirarla contra la luz. En ese instante se quitaba el cinturón ribeteado de balas de donde pendía la funda de la pistola. Lo colgó de uno de los clavos del ropero y encima colocó el kepis. Volvió completamente el cuerpo para hablarme y, deshaciendo el nudo de la corbata, me dijo: “Hace un calor de todos los demonios. Aféiteme”. Y se sentó en la silla. Le calculé cuatro días de barba. Los cuatro días de la última excursión en busca de los nuestros. El rostro aparecía quemado, curtido por el sol. Me puse a preparar minuciosamente el jabón. Corté unas rebanadas de la pasta, dejándolas caer en el recipiente, mezclé un poco de agua tibia y con la brocha empecé a revolver. Pronto subió la espuma “Los muchachos de la tropa deben tener tanta barba como ...