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Mostrando entradas de septiembre, 2021

El Vampiro - Horacio Quiroga

—Sí —dijo el abogado Rhode—. Yo tuve esa causa. Es un caso, bastante raro por aquí, de vampirismo. Rogelio Castelar, un hombre hasta entonces normal fuera de algunas fantasías, fue sorprendido una noche en el cementerio arrastrando el cadáver recién enterrado de una mujer. El individuo tenía las manos destrozadas porque había removido un metro cúbico de tierra con las uñas. En el borde de la fosa yacían los restos del ataúd, recién quemado. Y como complemento macabro, un gato, sin duda forastero, yacía por allí con los riñones rotos. Como ven, nada faltaba al cuadro. En la primera entrevista con el hombre vi que tenía que habérmelas con un fúnebre loco. Al principio se obstinó en no responderme, aunque sin dejar un instante de asentir con la cabeza a mis razonamientos. Por fin pareció hallar en mí al hombre digno de oírle. La boca le temblaba por la ansiedad de comunicarse. —¡Ah! ¡Usted me entiende!—exclamó, fijando en mí sus ojos de fiebre. Y continuó con un vértigo de que apenas pued...

Una carta a Dios - Gregorio López y Fuentes

La casa —única en todo el valle— estaba subida en uno de esos cerros truncados que, a manera de pirámides rudimentarias, dejaron algunas tribus al continuar sus peregrinaciones... Entre las matas del maíz, el frijol con su florecilla morada, promesa inequívoca de una buena cosecha. Lo único que estaba haciendo falta a la tierra era una lluvia, cuando menos un fuerte aguacero, de esos que forman charcos entre los surcos. Dudar de que llovería hubiera sido lo mismo que dejar de creer en la experiencia de quienes, por tradición, enseñaron a sembrar en determinado día del año. Durante la mañana, Lencho —conocedor del campo, apegado a las viejas costumbres y creyente a puño cerrado— no había hecho más que examinar el cielo por el rumbo del noreste. —Ahora sí que se viene el agua, vieja. Y la vieja, que preparaba la comida, le respondió: —Dios lo quiera. Los muchachos más grandes limpiaban de hierba la siembra, mientras que los más pequeños correteaban cerca de la casa, hasta que la...

Mirabel- René Avilés Fabila

Mirabel, mi esposa, era bruja, casi estaba seguro y sólo me faltaban algunas pruebas para proceder a matarla, porque los seres malignos son obra de la mano infernal y no producto de Dios. Desde el principio me sentí atraído por la belleza de Mirabel, por su fino cuerpo, su piel aduraznada y sus rasgos perfectos; pero -y he aquí lo sobrenatural- también me atraía algo que no alcancé a definir y que luego descubrí en medio del pánico: un embrujo disuelto en las primeras tazas de café que me obsequió después de conocerla en un baile de disfraces, donde justamente ella vestía como vieja hechicera medieval. Mis sospechas aumentaron cuando noté que no iba con la frecuencia necesaria a la iglesia y que no llevaba consigo ninguna imagen religiosa y sí, a cambio, como collar, un amuleto indígena: un ojo de venado. Nos casamos y yo comencé a perder el apetito y consecuentemente a debilitarme. Todos los guisos de Mirabel me parecían horrendos y los rechazaba pensando que estarían elaborados con h...

¡Diles que no me maten! - Juan Rulfo

—¡Diles que no me maten, Justino! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad. Así diles. Diles que lo hagan por caridad. —No puedo. Hay allí un sargento que no quiere oír hablar nada de ti. —Haz que te oiga. Date tus mañas y dile que para sustos ya ha estado bueno. Dile que lo haga por caridad de Dios. —No se trata de sustos. Parece que te van a matar de a de veras. Y yo ya no quiero volver allá. —Anda otra vez. Solamente otra vez, a ver qué consigues. —No. No tengo ganas de eso, yo soy tu hijo. Y si voy mucho con ellos, acabarán por saber quién soy y les dará por afusilarme a mí también. Es mejor dejar las cosas de este tamaño. —Anda, Justino. Diles que tengan tantita lástima de mí. Nomás eso diles. Justino apretó los dientes y movió la cabeza diciendo: —No. Y siguió sacudiendo la cabeza durante mucho rato. Justino se levantó de la pila de piedras en que estaba sentado y caminó hasta la puerta del corral. Luego se dio vuelta para decir: —Voy, pues. Pero si de perdida me afusilan a mí ...

Los amos - Juan Bosch

Cuando ya Cristino no servía ni para ordeñar una vaca, don Pío lo llamó y le dijo que iba a hacerle un regalo. —Le voy a dar medio peso para el camino. Usté está muy mal y no puede seguir trabajando. Si se mejora, vuelva. Cristino extendió una mano amarilla, que le temblaba. —Mucha gracia, don. Quisiera coger el camino ya, pero tengo calentura. —Puede quedarse aquí esta noche, si quiere, y hasta hacerse una tisana de cabrita. Eso es bueno. Cristino se había quitado el sombrero, y el pelo abundante, largo y negro le caía sobre el pescuezo. La barba escasa parecía ensuciarle el rostro, de pómulos salientes. —Ta bien, don Pío —dijo—; que Dio se lo pague. Bajó lentamente los escalones, mientras se cubría de nuevo la cabeza con el viejo sombrero de fieltro negro. Al llegar al último escalón se detuvo un rato y se puso a mirar las vacas y los críos. —Que animao ta el becerrito —comentó en voz baja. Se trataba de uno que él había curado días antes. Había tenido gusanos en el ombligo y ahora c...