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Mirabel- René Avilés Fabila

Mirabel, mi esposa, era bruja, casi estaba seguro y sólo me faltaban algunas pruebas para proceder a matarla, porque los seres malignos son obra de la mano infernal y no producto de Dios. Desde el principio me sentí atraído por la belleza de Mirabel, por su fino cuerpo, su piel aduraznada y sus rasgos perfectos; pero -y he aquí lo sobrenatural- también me atraía algo que no alcancé a definir y que luego descubrí en medio del pánico: un embrujo disuelto en las primeras tazas de café que me obsequió después de conocerla en un baile de disfraces, donde justamente ella vestía como vieja hechicera medieval. Mis sospechas aumentaron cuando noté que no iba con la frecuencia necesaria a la iglesia y que no llevaba consigo ninguna imagen religiosa y sí, a cambio, como collar, un amuleto indígena: un ojo de venado. Nos casamos y yo comencé a perder el apetito y consecuentemente a debilitarme. Todos los guisos de Mirabel me parecían horrendos y los rechazaba pensando que estarían elaborados con huesos humanos, carne de serpiente y de sapos, plantas extrañas y polvos secretos. Ella, al percatarse, intentaba obligarme a comerlos. Pero yo estaba preparado: había leído todo respecto a brujas y espíritus, vi películas de terror y supe de actos tortuosos. Además, sabía cómo debe reaccionar un buen cristiano ante un embrujamiento: con la cruz y la espada.

En las mañanas, al afeitarme, me revisaba la yugular por si Mirabel era vampiro y aprovechando mi pesado dormir bebía mi sangre. No, las cosas iban por otro rumbo. Una noche descubrí que el sueño agobiante y lleno de tremendas pesadillas se debía a que mi esposa arrojaba en la leche una pastilla blanca. En ese instante decidí poner en juego todo mi valor y mi astucia para eliminar el maleficio que me rodeaba y amenazaba con matarme o con algo peor, vender mi alma al diablo. Fingí beber el asqueroso líquido y utilizando un descuido lo tiré en el baño, luego bostecé, y fui al lecho nupcial donde tantas veces malignos deseos me acometieron y poseí salvajemente a la perversa mujer, sin duda impulsada por hierbas afrodisíacas y pecaminosas. Era el momento indicado: llovía, y fuera del ruido del agua había un silencio sepulcral. Cerca de las doce simulé dormir y, como lo esperaba, mi esposa entró, me movió, dijo tres veces mi nombre; al no obtener respuesta, de un pequeño sobre sacó un libro negro: malvados rezos e invocaciones a Satanás y dejó el cuarto. Al poco rato escuché sus pasos en la cocina y percibí aromas muy extraños. Tratando de ser cauto fui a vigilarla de cerca y desde la puerta espié: un dantesco espectáculo se mostraba impúdicamente: Mirabel, con los ojos enrojecidos, trabajaba sobre un caldero. Maldecía, consultaba el libro negro y con un cucharón agitaba el espeso y oscuro líquido. Ahí la prueba definitiva, más no podía exigirse. Ahora sólo tenía que actuar rápido. A estas alturas del siglo imposible enjuiciarla y quemarla viva en leña verde en la plaza principal: yo tendría que ser el juez y verdugo que salvara a la sociedad de un peligro semejante. Hice acopio de valor, pues confieso que el miedo me petrificaba y mis movimientos parecían darse en cámara lenta, desandé el camino, tomé el revólver y volví a la cocina. Grité, ¡muere en nombre de Dios, monstruo malvado!, y disparé toda la carga del cilindro. Un horrible chillido fue todo lo que pude escuchar. Luego permanecí inmóvil ante el cadáver de la bruja tal vez esperando algo insólito, pero nada sucedió. Entraron la policía y los vecinos y yo permanecía en la misma posición: ahora rezaba y daba gracias al cielo por permitirme llevar adelante mi obra.

Fue después, durante el proceso, que supe la verdad. Mirabel no era bruja. Simplemente quería darme una sorpresa al notar que sus guisos no eran de mi agrado: por las noches practicaba la cocina y las pastillas que disolvía en la leche eran polivitaminas con las que deseaba anular mi debilidad. La vez de su muerte tenía los ojos enrojecidos porque en el caldero había demasiados condimentos y el libro negro resultó ser un modesto recetario.

Mi castigo no es la prisión, sino el obsesionante recuerdo de la belleza de Mirabel. Por eso en las noches me oyen gritarle, llamarla, exigir un hechizo que me la regrese. Y luego febrilmente me enfrasco en las posibilidades de encontrarla en el otro mundo si es que ella perdonó mi estupidez y si es que hay otro mundo, porque ahora que mis lecturas son libros científicos, lo dudo.
                                                                                    En: Juntaversos: Taller de poesía. 25/01/ 2015

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