Aunque me di prisa y llegué al cine corriendo, la película había comenzado. En el salón oscuro traté de encontrar un sitio. Quedé junto a un hombre de aspecto distinguido. —Perdone usted —le dije—, ¿no podría contarme brevemente lo que ha ocurrido en la pantalla? —Sí. Daniel Brown, a quien ve usted allí, ha hecho un pacto con el diablo. —Gracias. Ahora quiero saber las condiciones del pacto: ¿podría explicármelas? —Con mucho gusto. El diablo se compromete a proporcionar la riqueza a Daniel Brown durante siete años. Naturalmente, a cambio de su alma. —¿Siete nomás? —El contrato puede renovarse. No hace mucho, Daniel Brown lo firmó con un poco de sangre. Yo podía completar con estos datos el argumento de la película. Eran suficientes, pero quise saber algo más. El complaciente desconocido parecía ser hombre de criterio. En tanto que Daniel Brown se embolsaba una buena cantidad de monedas de oro, pregunté: —En su concepto, ¿quién de los dos se ha comprometido más? —El diablo. —¿Cómo es es...