Ir al contenido principal

La huella de la Comandante Ramona - Subcomandante Insurgente Marcos

La Comandanta Ramona era muy alegre y muy burlona. Decía de broma cuando le tocaba guiarnos a nosotros porque ella era la única que conocía el camino que nuestra lucha era buena, porque era lo primero en lo que la mujer iba adelante. Y bromeaba y decía: “cuando ganemos tal vez nos van a alcanzar ustedes, los hombres que todavía van detrás de nosotras y, entonces, en el nuevo mundo que queremos construir ¡vamos a caminar uno al lado de otro!”. Y lo decía con burla porque la costumbre hasta entonces en las comunidades es que el hombre iba adelante y la mujer atrás, siguiéndolo.

Yo me iba tropezando a cada rato y ella se adelantó. Aunque era muy chaparrita y chiquita pues caminaba como pirinola, o sea como que le daban cuerda y échale los jales, porque no la alcanzaba. Por supuesto, me perdí. Por el peso yo iba mirando abajo y aprendí a seguir su huella. Iba dejando la huella ella caminaba descalza, yo con botas, iba dejando su huella...

Bueno, si se adelanta mucho yo voy siguiendo su huella...” Llegó un momento en que el suelo estaba duro, como aquí. Yo no me había dado cuenta y seguía viendo sus huellas y siguiéndola. Entonces, me paré a descansar, porque entre los pulmones y la pipa pues no, tampoco aguanto mucho. Y entonces me di cuenta, por qué era que estaba dejando huella el pie de Ramona si el piso estaba duro. No sé si era un problema geológico, o algo así, pero volteé a ver y no estaban mis huellas a pesar de que yo usaba botas y era del doble de estatura que Ramona. No entendía por qué su paso dejaba huella y el mío no. Más adelante la alcancé por fin y le pregunté: ¿ya viste que tu paso sí deja huella y el mío no? “Así es de por sí”, dijo y se siguió. 

No entendí entonces. Tiempo después, en la niebla Ramona gustaba jugar que había que caminar la nube, decía, porque llegaba un momento en que la niebla se acostaba completamente sobre las montañas y parecía que estábamos realmente caminando sobre las nubes. Volví otra vez a la parte de la selva y encontré al Viejo Antonio y le conté la anécdota de Ramona ellos se habían conocido en una de nuestras reuniones, y se sonrió y me dijo:

Te voy a contar una historia que cuentan nuestros más antiguos. Los nadie sabedores de nuestros pueblos indios, contaban que en los primeros días les habían escogido a hombres y mujeres grandes, y los hicieron grandes porque grande era su tarea; gigantes, dirían ustedes, ellos usaban la palabra grandes. Y que a esos hombres y mujeres les tocaba, por su estatura, ir marcando el camino para que cuando se fueran muy lejos, la gente que iba atrás los viera de lejos, muy por encima de los árboles. Y que al principio así fue, pero llegó un momento en que esto despertó la envidia y el coraje de otros: de los chiquitos o de los pequeños, y se hizo el gran problema. 

Se reunieron entonces los dioses primeros, los que nacieron el mundo y dijeron: “bueno, aquí ya hicimos un problema ellos sí reconocían cuando hacían mal las cosas, no como los gobiernos de ahora y entonces, ahora, cómo le hacemos”. Dijeron: “vamos a tener que esconder la grandeza de estos hombres y mujeres de alguna forma” y decidieron hacerlos chiquitos, pero eran gigantes, nada más que de corta estatura. Pero entre que se estaban peleando y se ponían a bailar con la marimba y todo eso porque eran dioses muy alegres, muy bailadores se les olvida un detalle y sí les modifican la estatura, pero no el peso. Entonces resulta que estos hombres y mujeres que eran gigantes, eran chiquitos, pero pesaban como gigantes e iban dejando huella.

Decía el Viejo Antonio que para aprender el modo de los indígenas mayas, había que aprender a mirar hacia abajo. Decía que los caxlanes, los tzules, los conquistadores, que tenían diferentes colores, diferentes nombres y diferentes nacionalidades, incluso mexicanos, que nos iban a ir oprimiendo a lo largo de todos estos años interpretaban que los indígenas bajábamos la cabeza como un signo de humillación y obediencia. 

Dice el Viejo Antonio: No, lo que estamos haciendo siempre es buscando la huella que es profunda; aprende a mirar abajo y atrás de que vayas de alguien y sigue la marca, síguelo, no lo pierdas, ¡porque arriba no lo vas a encontrar! 

Y entonces, ¿qué pasa después? le pregunté al Viejo Antonio.

Cuando esos gigantes mueren por fin, los dioses dejaron arreglado el problema que todos están pensando: cuando ya están finados, juntos, no va a haber tumba en la que quepan, porque aunque son pequeños de cuerpo, son grandes de estatura. Y entonces me dijo para eso es que está la ceiba, estos hombres y mujeres no pueden yacer tendidos; viven y mueren de pie y tienen que estar descansando después de dejarnos, de pie. Estas personas, estos hombres y mujeres, cuando mueren forman parte de la gran ceiba madre, que es la que los arropa.

Años después y todavía, sigo mirando mis pasos y no hay huella, pero sigo recordando el paso de Ramona y de otros compañeros que son los que nos dirigen y sigo viendo que aunque el suelo esté duro, sea árido, aunque haya cemento cuando han salido a la ciudad, siguen dejando una huella muy honda, y siempre me preocupo de ver para abajo para no perderla. Es con esa huella, la de nuestros compañeros, que son los que nos dirigen, como llegamos aquí.
En Los otros cuentos. Vol. 2, 2013

Comentarios

Entradas populares de este blog

Bajo tierra - Samanta Schweblin

Necesitaba descansar, tomar algo para despabilarme. La ruta estaba oscura y todavía tenía que conducir varias horas. El parador era el único que había visto en kilómetros. Las luces interiores le daban cierta calidez, y había dos o tres coches estacionados frente a los ventanales. Dentro, una pareja joven comía hamburguesas. Al fondo, un tipo de espaldas y otro hombre, más viejo, en la barra. Me senté junto a él, cosas que uno hace cuando viaja demasiado, o cuando hace tanto que no habla con nadie. Pedí una cerveza. El barman era gordo y se movía despacio. —Son cinco pesos —dijo. Pagué y me sirvió. Hacía horas que soñaba con mi cerveza y esa era bastante buena. El viejo miraba el fondo de su vaso, o cualquier otra cosa que pudiese verse en el vidrio. —Por una cerveza le cuentan la historia —dijo el gordo señalándome al viejo. El viejo pareció despertar y se volvió hacia mí. Tenía los ojos grises y claros, quizá tuviera un principio de cataratas o algo por el estilo, era evidente que no...

El eterno transparente - Linda Berrón

Cuando quiso introducir la llave en la cerradura, comprobó sorprendida que no entraba. Trató nuevamente, pero no pudo. Probó con las demás llaves y tampoco. Observó con detenimiento la cerradura, ¿la habrían cambiado?, parecía la misma de siempre, como la puerta, como la casa. También la llave plateada y redonda era la misma. ¿Habrían tachado la cerradura? Tocó el timbre con larga insistencia, dos, tres veces. La muchacha abrió, impaciente y mal encarada. Sin decir nada, dio media vuelta y se fue a la cocina. Todo parecía estar en su lugar. Guardó la llave en la cartera. En el jardín, los niños jugaban con el perro. Y la tarde estaba soleada. Alejó la incertidumbre de sí y se acercó a darles un beso. No le hicieron mucho caso. Se sentó en la mecedora para disfrutar un rato de la frescura del corredor. Los helechos colgaban sin una gota de brisa. Empezó a oscurecer lentamente. Al cabo llegó su marido. Protestaba por el calor, las presas del tráfico y la reunión que tenía a las ocho de l...

Dios en la tierra - José Revueltas

La población estaba cerrada con odio y con piedras. Cerrada completamente como si sobre sus puertas y ventanas se hubieran colocado lápidas enormes, sin dimensión de tan profundas, de tan gruesas, de tan de Dios. Jamás un empecinamiento semejante, hecho de entidades incomprensibles, inabarcables, que venían… ¿de dónde? De la Biblia, del Génesis, de las Tinieblas, antes de la luz. Las rocas se mueven, las inmensas piedras del mundo cambian de sitio, avanzan un milímetro por siglo. Pero esto no se alteraba, este odio venía de lo más lejano y lo más bárbaro. Era el odio de Dios. Dios mismo estaba ahí apretando en su puño la vida, agarrando la tierra entre sus dedos gruesos, entre sus descomunales dedos de encina y de rabia. Hasta un descreído no puede dejar de pensar en Dios. Porque ¿quién si no Él? ¿Quién si no una cosa sin forma, sin principio ni fin, sin medida, puede cerrar las puertas de tal manera? Todas las puertas cerradas en nombre de Dios. Toda la locura y la terquedad del mundo...