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Mostrando entradas de mayo, 2023

La chucha - Emilia Pardo Bazán

Lo primerito que José San Juan —conocido por el Carpintero— hizo al salir de la penitenciaría de Alcalá, fue presentarse en el despacho del director. Era José un mocetón de bravía cabeza, con la cara gris mate, color de seis años de encierro, en los cuales sólo había visto la luz del sol dorando los aleros de los tejados. La blusa nueva no se amoldaba a su cuerpo, habituado al chaquetón del presidio; andaba torpemente, y la gorra flamante, que torturaba con las manos, parecía causarle extrañeza, acostumbrado como estaba al antipático birrete. —Venía a despedirme del señor director —dijo humildemente al entrar. —Bien, hombre; se agradece la atención —contestó el funcionario—. Ahora, a ser bueno, a ser honrado, a trabajar. Eres de los menos malos; te has visto aquí por un arrebato, por delito de sangre, y sólo con que recuerdes estos seis años, procurarás no volver… Que te vaya bien. ¿Quieres algo de mí? —¡Si usted fuera tan amable, señor director…; si usted quisiera… Animado por la ...

La nueva aventura de Caperucita roja, donde ella se come al lobo - Pilar Quintana

Eran más de las cinco cuando mi mamá me pidió que le llevará a la abuela unos pasteles que había preparado. —Que vos preparaste, le dije. Mi mamá era una feminista de línea dura, socióloga, de esas que se sienten agredidas con la sola mención de las palabras cocina y mujer en la misma frase.  Tenía tanto talento para la repostería como yo —que estudiaba Ingeniería de Sistemas— sentido poético. Bueno, admitió, los compré en la pastelería. Me pasó la caja. La tarde estaba encapotada así que me puse mi impermeable rojo de caperuza. Mi mamá me miró burlona. Cuidado con el lobo, Caperucita, me dijo cuando salía. Yo la miré rayado. A ver si captaba que el chiste no me hacía la menor gracia. El lobo era el nuevo vecino de enfrente y le decíamos así por "lobo". Se ponía medias blancas y zapatos bicolores como los de jugar bolos. Se forraba el torso con camisetas de tela brillante y complicados motivos fluorescentes. Tenía un gimnasio en el garaje de la casa, que dejaba abierto cuando...

El duende - Elena Garro

A las tres de la tarde el sol se detenía en la mitad del ciclo. El silencio podía estallar en cualquier instante y el jardín podía caer roto en mil pedazos. La casa entera estaba quieta. Solo Rutilio regaba las losetas del corredor. A los pocos instantes, el agua, convertida en vapor, se levantaba de los ladrillos. La valla de helechos que separaba al jardín del corredor no detenía a la ola ardiente que llegaba hasta las habitaciones. En dos hamacas paralelas Eva y Leli se mecían. El ir y ve­nir de las hamacas columpiaba a la tarde con un ruido de reatas secas. Todos los días a esa hora, la muerte las rondaba: se detenía sobre las ramas y desde allí las miraba. —Eva, ¿te da miedo morir? —No, el otro mundo es tan bonito como este. —¿Cómo lo sabes? —Me lo dijo mi abuela Francisca. Eva lo sabía todo, era distinta, estaba en la casa porque tenía curiosidad por este mundo, pero pertenecía a un or­den diferente. Era una aliada poderosa y la única liga que Leli poseía entre este mundo y el mu...

Desde el manicomio - Pilar Dughi

Eran casi las siete de la noche cuando Milton Peña bajó la cortina de la sala y encendió el decimocuarto cigarrillo del día. Levantó el auricular del teléfono y vaciló unos segundos antes de volver a colgarlo. Se levantó inquieto y comenzó a pasear por el recinto. —Papá, ¿Por qué está todo oscuro?— preguntó su hija de siete años. Milton echó una larga bocanada de humo. —Vete a tu cuarto— dijo secamente. —Tengo miedo. Todo está oscuro— repitió la niña. Milton prendió una de las velas que estaban encima del aparador y se la entregó a la niña. —Ahora ya no tendrás miedo— le dijo. Le acarició la cabeza y la empujó hacia el pasillo—. Anda, espérame en tu cuarto. La niña cogió la vela y titubeó. —¿Vendrás? —Claro, espérame allá—contestó él. Su hija caminó lentamente por el pasillo e ingresó a una habitación del fondo. Milton cerró la puerta de la sala que comunicaba con los dormitorios y se dirigió de nuevo al teléfono. Marcó un número. —¿Aló?— dijo en voz baja. —¿Sí? —Mamá, soy yo, ya termi...

La mancha de humedad - Juana de Ibarbourou

Hace algunos años, en los pueblos del interior del país no se conocía el empapelado de las paredes. Era este un lujo reservado apenas para alguna casa importante, como el despacho del Jefe de Policía o la sala de alguna vieja y rica dama de campanillas. No existía el empapelado, pero sí la humedad sobre los muros pintados a la cal. Para descubrir cosas y soñar con ellas, da lo mismo. Frente a mi vieja camita de jacarandá, con un deforme manojo de rosas talladas a cuchillo en el remate del respaldo, las lluvias fueron filtrando, para mi regalo, una gran mancha de diversos tonos amarillentos, rodeada de salpicaduras irregulares capaces de suplir las flores y los paisajes del papel más abigarrado. En esa mancha yo tuve todo cuanto quise: descubrí las Islas de Coral, encontré el perfil de Barba Azul y el rostro anguloso de Abraham Lincoln, libertador de esclavos, que reverenciaba mi abuelo; tuve el collar de lágrimas de Arminda, el caballo de Blanca Flor y la gallina que pone los huevos de...