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Mostrando entradas de agosto, 2023

Los pedazos del corazón - Luis López Nieves

Margarita no es el tipo de mujer que le coge pena a los hombres. Durante nuestros quince meses de noviazgo había comenzado a sospecharlo. Pero la certeza —la terrible, insoportable evidencia— la tuve la noche en que fulminó nuestra relación en la misma puerta de su casa. No fue sutil, no paseó por las ramas. Me dijo: —Gustavo, lo nuestro se acabó. No quiero verte más la cara. Así dijo. ¿Sintió compasión por mí? Ninguna. Su rostro seguía duro, impenetrable, a pesar de nuestros quince meses de cines, restaurantes, paseos, librerías y amor. A pesar de las muchas noches en que me había prometido: “Gustavo, seré tuya para siempre”. Pero de pronto era como si no me conociera, como si nunca jamás hubiera estado en mis brazos. Con sus bruscas palabras me dejó el corazón hecho pedazos. Y a pesar de mi evidente desesperación, no hizo gesto alguno por ayudarme a recoger los blandos trozos de corazón dispersos por el suelo. Yo había dado un rápido salto hacia atrás, como la gente que pierde un len...

Las batallas en el desierto (fragmento) - José Emilio Pacheco

VI Obsesión Cuánto tardaste. Mamá, le dije que iba a merendar a casa de Jim. Sí pero nadie te dio permiso para volver a estas horas: son ocho y media. Estaba preocupadísima: pensé que te mataron o te secuestró el Hombre del Costal. Qué porquerías habrás comido. Ve tú a saber quiénes serán los padres de tu amiguito . ¿Es ese mismo con el que vas al cine? Sí. Su papá es muy importante. Trabaja en el gobierno. ¿En el gobierno? ¿Y vive en ese mugroso edificio? ¿Por qué nunca me habías contado? ¿Cómo dijiste que se llama? Imposible: Conozco a la esposa. Es íntima amiga de tu tía Elena. No tienen hijos. Es una tragedia en medio de tanto poder y tanta riqueza. Te están tomando el pelo, Carlitos. Quién sabe con qué fines pero te están tomando el pelo. Voy a pedirle a tu profesor que desenrede tanto misterio. No, por favor, se lo suplico: no le diga nada a Mondragón. ¿Qué pensaría la mamá de Jim si se enterase? La señora fue muy buena conmigo. Ahora sí, sólo eso me faltaba. ¿Qué secreto te trae...

La casa de Asterión - Jorge Luis Borges

Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito)[1] están abiertas día y noche a los hombres y también a los animales. Que entre el que quiera. No hallará pompas mujeriles aquí ni el bizarro aparato de los palacios, pero sí la quietud y la soledad. Asimismo hallará una casa como no hay otra en la faz de la Tierra. (Mienten los que declaran que en Egipto hay una parecida). Hasta mis detractores admiten que no hay un solo mueble en la casa. Otra especie ridícula es que yo, Asterión, soy un prisionero. ¿Repetiré que no hay una puerta cerrada, añadiré que no hay una cerradura? Por lo demás, algún atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el temor que me infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y aplanadas, como la mano abierta. Ya se había puesto el Sol...

Una aventura nocturna - Julio Ramón Ribeyro

A los cuarenta años, Arístides podía considerarse con toda razón como un hombre “excluido del festín de la vida”. No tenía esposa ni querida, trabajaba en los sótanos del municipio anotando partidas del Registro Civil y vivía en un departamento minúsculo de la avenida Larco, lleno de ropa sucia, de muebles averiados y de fotografías de artistas prendidas a la pared con alfileres. Sus viejos amigos, ahora casados y prósperos, pasaban de largo en sus automóviles cuando él hacía la cola del ómnibus y si por casualidad se encontraban con él en algún lugar público, se limitaban a darle un rápido apretón de manos en el que se deslizaba cierta dosis de repugnancia. Porque Arístides no era solamente la imagen moral del fracaso sino el símbolo físico del abandono: andaba mal trajeado, se afeitaba sin cuidado y olía a comida barata, a fonda de mala muerte. De este modo, sin relaciones y sin recuerdos, Arístides era el cliente obligado de los cines de barrio y el usuario perfecto de las bancas pú...

Un hombre sin suerte - Samanta Schweblin

El día que cumplí ocho años, mi hermana —que no soportaba que dejaran de mirarla un solo segundo— se tomó de un saque una taza entera de lavandina. Abi tenía tres años. Primero sonrió, quizá por el mismo asco, después arrugó la cara en un asustado gesto de dolor. Cuando mamá vio la taza vacía colgando de la mano de Abi, se puso más blanca todavía que Abi. —Abi-mi-dios —eso fue todo lo que dijo mamá—. Abi-mi-dios —y todavía tardó unos segundos más en ponerse en movimiento. La sacudió por los hombros, pero Abi no respondió. Le gritó, pero Abi tampoco respondió. Corrió hasta el teléfono y llamó a papá, y cuando volvió corriendo Abi todavía seguía de pie, con la taza colgándole de la mano. Mamá le sacó la taza y la tiró en la pileta. Abrió la heladera, sacó la leche y la sirvió en un vaso. Se quedó mirando el vaso, luego a Abi, luego el vaso, y finalmente tiró también el vaso a la pileta. Papá, que trabajaba muy cerca de casa, llegó casi de inmediato, pero todavía le dio tiempo a mamá a ha...

El hijo - Horacio Quiroga

Es un poderoso día de verano en Misiones, con todo el sol, el calor y la calma que puede deparar la estación. La naturaleza, plenamente abierta, se siente satisfecha de sí. Como el sol, el calor y la calma ambiente, el padre abre también su corazón a la naturaleza. —Ten cuidado, chiquito —dice a su hijo abreviando en esa frase todas las observaciones del caso y que su hijo comprende perfectamente. —Si, papá —responde la criatura mientras coge la escopeta y carga de cartuchos los bolsillos de su camisa, que cierra con cuidado. —Vuelve a la hora de almorzar —observa aún el padre. —Sí, papá —repite el chico. Equilibra la escopeta en la mano, sonríe a su padre, lo besa en la cabeza y parte. Su padre lo sigue un rato con los ojos y vuelve a su quehacer de ese día, feliz con la alegría de su pequeño. estación. La naturaleza, plenamente abierta, se siente satisfecha de sí. Como el sol, el calor y la calma ambiente, el padre abre también su corazón a la naturaleza. —Ten cuidado, chiquito —dic...

El turpial que vivió dos veces - Salvador Garmendia

Hubo una vez un turpial muy viejo. Esto se dice fácil; pero ¿cómo podemos saber la edad de un pájaro? A ellos no se les ponen blancas las plumas, no cargan bastón para andar, ni el canto se les vuelve ronco en la garganta. Entonces, ¿cómo sabemos que está viejo? Por ejemplo, el turpial del que hablamos vuela como solamente pueden volar los pájaros, salta de una rama a otra como si no tuviera peso, y a la hora de cantar, su canto es como una flecha disparada por un campeón olímpico. Sin embargo, sabemos que ese turpial tiene más años-pájaro que cualquier otro, a pesar de que él mismo no sabría decir hace cuanto tiempo exactamente empezó a volar en las sabanas de Barquisimeto, su lugar de origen. Cuando piensa en eso, lo primero que aparece en su memoria es un cielo claro y azul y una luz muy brillante; pero, hay un recuerdo más lejano, que él conserva como el más importante de su vida. Veamos de qué se trata. Acababa de abrir los ojos sin saber dónde estaba, pretendió estirar su cuerpo ...

Tocayos - José Donoso

Ese invierno Juan Acevedo no andaba con dinero en el bolsillo, porque no tenía trabajo. Pero no se amargaba, ya que existía la posibilidad de un puesto como mecánico, con lo que pensaba mantenerse los meses que le faltaban para entrar a hacer la guardia. Además, todos lo querían. Era bajo y enjuto y moreno, con el cabello negro engominado muy alto sobre la frente, y se cuidaba de estar siempre lo más aseado posible. Con frecuencia se dejaba caer al negocio del señor Hernández, y éste le convidaba un par de cervezas, mientras jugaban dominó. Juan se iba pronto, porque era serio y no le gustaba aprovecharse de la gente para pasarlo bien. El negocio del señor Hernández era una pastelería en una calle de bastante movimiento cerca de la Estación. Un cuarto pequeño pintado de celeste, un mesón y cuatro mesas con sus sillas también celestes. Los pasteles se ponían agrios bajo un fanal, ya que la gente parecía ser poco aficionada a los dulces. Detrás del mesón, en una pieza minúscula oculta po...