Margarita no es el tipo de mujer que le coge pena a los hombres. Durante nuestros quince meses de noviazgo había comenzado a sospecharlo. Pero la certeza —la terrible, insoportable evidencia— la tuve la noche en que fulminó nuestra relación en la misma puerta de su casa. No fue sutil, no paseó por las ramas. Me dijo: —Gustavo, lo nuestro se acabó. No quiero verte más la cara. Así dijo. ¿Sintió compasión por mí? Ninguna. Su rostro seguía duro, impenetrable, a pesar de nuestros quince meses de cines, restaurantes, paseos, librerías y amor. A pesar de las muchas noches en que me había prometido: “Gustavo, seré tuya para siempre”. Pero de pronto era como si no me conociera, como si nunca jamás hubiera estado en mis brazos. Con sus bruscas palabras me dejó el corazón hecho pedazos. Y a pesar de mi evidente desesperación, no hizo gesto alguno por ayudarme a recoger los blandos trozos de corazón dispersos por el suelo. Yo había dado un rápido salto hacia atrás, como la gente que pierde un len...