VI Obsesión
Sí. Su papá es muy importante. Trabaja en el gobierno. ¿En el gobierno? ¿Y vive en ese mugroso edificio? ¿Por qué nunca me habías contado? ¿Cómo dijiste que se llama? Imposible: Conozco a la esposa. Es íntima amiga de tu tía Elena. No tienen hijos. Es una tragedia en medio de tanto poder y tanta riqueza. Te están tomando el pelo, Carlitos. Quién sabe con qué fines pero te están tomando el pelo. Voy a pedirle a tu profesor que desenrede tanto misterio. No, por favor, se lo suplico: no le diga nada a Mondragón. ¿Qué pensaría la mamá de Jim si se enterase? La señora fue muy buena conmigo. Ahora sí, sólo eso me faltaba. ¿Qué secreto te traes? Di la verdad: ¿No fuiste a casa del tal Jim?
Finalmente convencí a mi madre. De todos modos le quedó la sospecha de que algo extraño había ocurrido. Pasé un fin de semana muy triste. Volví a ser niño y regresé a la plaza Ajusco a jugar solo con mis carritos de madera. La plaza Ajusco adonde me llevaban recién nacido a tomar sol y en donde aprendí a caminar. Sus casas porfirianas, algunas ya demolidas para construir edificios horribles. Su fuente en forma de trébol, llena de insectos que se deslizaban sobre el agua. Y entre el parque y mi casa vivía doña Sara P. de Madero. Me parecía imposible ver de lejos a una persona de quien hablaban los libros de historia, protagonista de cosas ocurridas cuarenta años atrás. La viejecita frágil, dignísima, siempre de luto por su marido asesinado.
Jugaba en la plaza Ajusco y una parte de mí razonaba: ¿Cómo puedes haberte enamorado de Mariana si sólo la has visto una vez y por su edad podría ser tu madre? Es idiota y ridículo porque no hay ninguna posibilidad de que te corresponda. Pero otra parte, la más fuerte, no escuchaba razones: sólo repetía su nombre como si el pronunciarlo fuera a acercarla. El lunes resultó peor. Jim dijo: Le caíste muy bien a Mariana. Le gusta que seamos amigos. Pensé: Entonces me registra, se fijó en mí, se dio cuenta —un poco, cuando menos un poco— de en qué forma me ha impresionado.
Durante semanas y semanas preguntaba por ella con cualquier pretexto para que Jim no se extrañase. Trataba de camuflar mi interés y al mismo tiempo sacarle información sobre Mariana. Jim nunca me dijo nada que yo no supiera. Al parecer ignoraba su propia historia. No me imagino cómo podían saberla los demás. Una y otra vez le rogaba que me llevara a su casa para ver los juguetes, los libros ilustrados, los cómics. Jim leía cómics en inglés que Mariana le compraba en Sanborns. Por lo tanto despreciaba nuestras lecturas: Pepín, Paquín, Chamaco, Cartones; para algunos privilegiados el Billiken argentino o El Peneca chileno.
Como siempre nos dejaban mucha tarea sólo podía ir los viernes a casa de Jim. A esa hora Mariana se hallaba en el salón de belleza, arreglándose para salir de noche con el Señor. Volvía a las ocho y media o nueve y jamás pude quedarme a esperarla. En el refrigerador estaba lista la merienda: ensalada de pollo, cole-slaw, carnes frías, pay de manzana. Una vez, al abrir Jim un clóset, cayó una foto de Mariana a los seis meses, desnuda sobre una piel de tigre. Sentí una gran ternura al pensar en lo que por obvio nunca se piensa: Mariana también fue niña, también tuvo mi edad, también sería una mujer como mi madre y después una anciana como mi abuela. Pero en aquel entonces era la más hermosa del mundo y yo pensaba en ella en todo momento. Mariana se había convertido en mi obsesión. Por alto esté el cielo en el mundo, por hondo que sea el mar profundo.
VII Hoy como nunca
Hasta que un día —un día nublado de los que me encantan y no le gustan a nadie— sentí que era imposible resistir más. Estábamos en clase de lengua nacional como le llamaba al español. Mondragón nos enseñaba el pretérito pluscuamperfecto de subjuntivo: Hubiera o hubiese amado, hubieras o hubieses amado, hubiera o hubiese amado, hubiéramos o hubiésemos amado, hubierais o hubieseis amado, hubieran o hubiesen amado. Eran las once. Pedí permiso para ir al baño. Salí en secreto de la escuela. Toqué el timbre del departamento 4. Una dos tres veces. Al fin me abrió Mariana: fresca, hermosísima, sin maquillaje. Llevaba un kimono de seda. Tenía en la mano un rastrillo como el de mi padre pero en miniatura. Cuando llegué se estaba afeitando las axilas, las piernas. Por supuesto se asombró al verme. Carlos, ¿qué haces aquí? ¿Le ha pasado algo a Jim? No, no señora: Jim está muy bien, no pasa nada.
Nos sentamos en el sofá. Mariana cruzó las piernas. Por un segundo el kimono se entreabrió levemente. Las rodillas, los muslos, los senos, el vientre plano, el misterioso sexo escondido. No pasa nada, repetí. Es que... No sé cómo decirle, señora. Me da tanta pena. Qué va a pensar usted de mí. Carlos, de verdad no te entiendo. Me parece muy extraño verte así y a esta hora. Deberías estar en clase, ¿no es cierto? Sí claro, pero es que ya no puedo, ya no pude. Me escapé, me salí sin permiso. Si me cachan me expulsan. Nadie sabe que estoy con usted. Por favor, no le vaya a decir a nadie que vine. Y a Jim, se lo suplico, menos que a nadie. Prométalo.
Vamos a ver: ¿Por qué andas tan exaltado? ¿Ha ocurrido algo malo en tu casa? ¿Tuviste algún problema en la escuela? ¿Quieres un chocomilk, una Coca-Cola, un poco de agua mineral? Ten confianza en mí. Dime en qué forma puedo ayudarte. No, no puede ayudarme, señora. ¿Por qué no, Carlitos? Porque lo que vengo a decirle —ya de una vez, señora, y perdóneme— es que estoy enamorado de usted.
Pensé que iba a reírse, a gritarme: estás loco. O bien: fuera de aquí, voy a acusarte con tus padres y con tu profesor. Temí todo esto: lo natural. Sin embargo Mariana no se indignó ni se burló. Se quedó mirándome tristísima. Me tomó la mano (nunca voy a olvidar que me tomó la mano) y me dijo:
Te entiendo, no sabes hasta qué punto. Ahora tú tienes que comprenderme y darte cuenta de que eres un niño como mi hijo y yo para ti soy una anciana: acabo de cumplir veintiocho años. De modo que ni ahora ni nunca podrá haber nada entre nosotros. ¿Verdad que me entiendes? No quiero que sufras. Te esperan tantas cosas malas, pobrecito. Carlos, toma esto como algo divertido. Algo que cuando crezcas puedas recordar con una sonrisa, no con resentimiento. Vuelve a la casa con Jim y sigue tratándome como lo que soy: la madre de tu mejor amigo. No dejes de venir con Jim, como si nada hubiera ocurrido, para que se te pase la infatuation —perdón: el enamoramiento— y no se convierta en un problema para ti, en un drama capaz de hacerte daño toda tu vida.
Sentí ganas de llorar. Me contuve y dije: Tiene razón, señora. Me doy cuenta de todo. Le agradezco mucho que se porte así. Discúlpeme. De todos modos tenía que decírselo. Me iba a morir si no se lo decía. No tengo nada que perdonarte, Carlos. Me gusta que seas honesto y que enfrentes tus cosas. Por favor no le cuente a Jim. No le diré, pierde cuidado.
Solté mi mano de la suya. Me levanté para salir. Entonces Mariana me retuvo: Antes de que te vayas ¿puedo pedirte un favor?: Déjame darte un beso. Y me dio un beso, un beso rápido, no en los labios sino en las comisuras. Un beso como el que recibía Jim antes de irse a la escuela. Me estremecí. No la besé. No dije nada. Bajé corriendo las escaleras. En vez de regresar a clases caminé hasta Insurgentes. Después llegué en una confusión total a mi casa. Pretexté que estaba enfermo y quería acostarme.
Pero acababa de telefonear el profesor. Alarmados al ver que no aparecía, me buscaron en los baños y por toda la escuela. Jim afirmó: Debe de haber ido a visitar a mi mamá. ¿A estas horas? Sí: Carlitos es un tipo muy raro. Quién sabe qué se trae. Yo creo que no anda bien de la cabeza. Tiene un hermano gángster medioloco.
Mondragón y Jim fueron al departamento. Mariana confesó que yo había estado allí unos minutos porque el viernes anterior olvidé mi libro de historia. Y a Jim le dio rabia esta mentira. No sé cómo pero vio claro todo y le explicó al profesor. Mondragón habló a la fábrica y a la casa para contar lo que yo había hecho, aunque Mariana lo negaba. Su negativa me volvió aún más sospechoso a los ojos de Jim, de Mondragón, de mis padres.
VII Príncipe de este mundo
Nunca pensé que fueras un monstruo. ¿Cuándo has visto aquí malos ejemplos? Dime que fue Héctor quien te indujo a esta barbaridad. El que corrompe a un niño merece la muerte lenta y todos los castigos del infierno. Anda, habla, no te quedes llorando como una mujerzuela. Di que tu hermano te malaconsejó para que lo hicieras.
Oiga usted, mamá, no creo haber hecho algo tan malo, mamá. Todavía tienes el cinismo de alegar que no has hecho nada malo. En cuanto se te baje la fiebre vas a confesarte y a comulgar para que Dios Nuestro Señor perdone tu pecado. Mi padre ni siquiera me regañó. Se limitó a decir: Este niño no es normal. En su cerebro hay algo que no funciona. Debe de ser el golpe que se dio a los seis meses cuando se nos cayó en la plaza Ajusco. Voy a llevarlo con un especialista.
Todos somos hipócritas, no podemos vernos ni juzgarnos como vemos y juzgamos a los demás. Hasta yo que no me daba cuenta de nada sabía que mi padre llevaba años manteniendo la casa chica de una señora, su exsecretaria, con la que tuvo dos niñas. Recordé lo que me pasó una vez en la peluquería mientras esperaba mi turno. Junto a las revistas políticas estaban Vea y Vodevil. Aproveché que el peluquero y su cliente, absortos, hablaban mal del gobierno. Escondí el Vea dentro del Hoy y miré las fotos de Tongolele, Su Muy Key, Kalantán, casi desnudas. Las piernas, los senos, la boca, la cintura, las caderas, el misterioso sexo escondido.
El peluquero —que afeitaba todos los días a mi padre y me cortaba el pelo desde que cumplí un año— vio por el espejo la cara que puse. Deja eso, Carlitos. Son cosas para grandes. Te voy a acusar con tu papá. De modo, pensé, que si eres niño no tienes derecho a que te gusten las mujeres. Y si no aceptas la imposición se forma el gran escándalo y hasta te juzgan loco. Qué injusto.
¿Cuándo, me pregunté, había tenido por vez primera conciencia del deseo? Tal vez un año antes, en el cine Chapultepec, frente a los hombros desnudos de Jennifer Jones en Duelo al sol. O más bien al ver las piernas de Antonia cuando se subía las faldas para trapear el suelo pintado de congo amarillo. Antonia era muy linda y era buena conmigo. Sin embargo yo le decía: Eres mala porque ahorcas a las gallinas. Me angustiaba verlas agonizar. Mejor comprarlas muertas y desplumadas. Pero esa costumbre apenas se iniciaba. Antonia se fue porque Héctor no la dejaba en paz.
No volví a la escuela ni me dejaron salir a ningún lado. Fuimos a la iglesia de Nuestra Señora del Rosario adonde íbamos los domingos a oír misa, hice mi primera comunión y, gracias a mis primeros viernes, seguía acumulando indulgencias. Mi madre se quedó en una banca, rezando por mi alma en peligro de eterna condenación. Me hinqué ante el confesionario. Muerto de vergüenza, le dije todo al padre Ferrán.
En voz baja y un poco acezante el padre Ferrán me preguntó detalles: ¿Estaba desnuda? ¿Había un hombre en la casa? ¿Crees que antes de abrirte la puerta cometió un acto sucio? Y luego: ¿Has tenido malos tactos? ¿Has provocado derrame? No sé qué es eso, padre. Me dio una explicación muy amplia. Luego se arrepintió, cayó en cuenta de que hablaba con un niño incapaz de producir todavía la materia prima para el derrame, y me echó un discurso que no entendí: Por obra del pecado original, el demonio es el príncipe de este mundo y nos tiende trampas, nos presenta ocasiones para desviarnos del amor a Dios y obligarnos a pecar: una espina más en la corona que hace sufrir a Nuestro Señor Jesucristo.
Dije: Sí padre; aunque no podía concebir al demonio ocupándose personalmente de hacerme caer en tentación. Mucho menos a Cristo sufriendo porque yo me había enamorado de Mariana. Como es de rigor, manifesté propósito de enmienda. Pero no estaba arrepentido ni me sentía culpable: querer a alguien no es pecado, el amor está bien, lo único demoníaco es el odio. Aquella tarde el argumento del padre Ferrán me impresionó menos que su involuntaria guía práctica para la masturbación. Llegué a mi casa con ganas de intentar los malos tactos y conseguir el derrame. No lo hice. Recé veinte padresnuestros y cincuenta avesmarías. Comulgué al día siguiente. Por la noche me llevaron al consultorio psiquiátrico de paredes blancas y muebles niquelados.
Las batallas en el desierto, ERA: 1981.
Comentarios
Publicar un comentario