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Mostrando entradas de septiembre, 2023

La tienda de muñecos - Julio Garmendia

No sé cuándo, dónde ni por quién fue escrito el relato titulado “La tienda de muñecos”. Tampoco sé si es simple fantasía o si será el relato de cosas y sucesos reales, como afirma el autor anónimo; pero, en suma, poco importa que sea incierta o verídica la pequeña historieta que se desarrolla en un tenducho. La casualidad pone estas páginas al alcance de mis manos, y yo me apresuro a apoderarme de ellas. Hélas aquí: "No tengo suficiente filosofía para remontarme a las especulaciones elevadas del pensamiento. Esto explica mis asuntos banales, y por qué trato ahora de encerrar en breves líneas la historia —si así puede llamarse— de la vieja Tienda de Muñecos de mi abuelo, que después pasó a manos de mi padrino, y de las de éste a las mías. A mis ojos posee esta tienda el encanto de los recuerdos de familia; y así como otros conservan los retratos de sus antepasados, a mí me basta, para acordarme de los míos, pasear la mirada por los estantes donde están alineados los viejos muñecos,...

Una venganza - Isabel Allende

El mediodía radiante en que coronaron a Dulce Rosa Orellano con los jazmines de la Reina del Carnaval, las madres de las otras candidatas murmuraron que se trataba de un premio injusto, que se lo daban a ella sólo porque era la hija del Senador Anselmo Orellano, el hombre más poderoso de toda la provincia. Admitían que la muchacha resultaba agraciada, tocaba el piano y bailaba como ninguna, pero había otras postulantes a ese galardón mucho más hermosas. La vieron de pie en el estrado, con su vestido de organza y su corona de flores saludando a la muchedumbre y entre dientes la maldijeron. Por eso, algunas de ellas se alegraron cuando meses más tarde el infortunio entró en la casa de los Orellano sembrando tanta fatalidad, que se necesitaron veinticinco años para cosecharla. La noche de la elección de la reina hubo baile en la Alcaldía de Santa Teresa y acudieron jóvenes de remotos pueblos para conocer a Dulce Rosa. Ella estaba tan alegre y bailaba con tanta ligereza que muchos no perci...

El regreso - Carmen Laforet

Era una mala idea, pensó Julián, mientras aplastaba la frente contra los cristales y sentía su frío húmedo refrescarle hasta los huesos, tan bien dibujados debajo de su piel transparente. Era una mala idea esta de mandarle a casa la Nochebuena. Y, además, mandarle a casa para siempre, ya completamente curado. Julián era un hombre largo, enfundado en un decente abrigo negro. Era un hombre rubio, con los ojos y los pómulos salientes, como destacando en su flacura. Sin embargo, ahora Julián tenía muy buen aspecto. Su mujer se hacía cruces sobre su buen aspecto cada vez que lo veía. Hubo tiempos en que Julián fue solo un puñado de venas azules, piernas como larguísimos palillos y unas manos grandes y sarmentosas. Fue eso, dos años atrás, cuando lo ingresaron en aquella casa de la que, aunque parezca extraño, no tenía ganas de salir. —Muy impaciente, ¿eh?… Ya pronto vendrán a buscarle. El tren de las cuatro está a punto de llegar. Luego podrán ustedes tomar el de las cinco y media… Y esta n...

La danza de la gravedad - Fernando Iwasaki

Al principio le molestaron mucho esas luces amarillas y el olor a sudor, pero la emoción de las peleas y la ansiosa espera de su turno lo fueron sumergiendo en el ambiente. Ya no cabía ni un alfiler en el pequeño depósito de pinturas y la masa humana vociferaba alentando a uno u otro contrincante («como en el estadio», pensaba). De pronto, mientras el guardia Gómez recibía las apuestas del combate entre cachiporra y tacutacu, comenzó a sentir un remordimiento angustioso, unas ganas enormes de llorar. En el colegio las cosas eran bien diferentes: ahí estaban sus patas por si la bronca se ponía fea o incluso en la calle, donde valía tirar piedras y arena en los ojos. En cambio ahora sólo con la cabeza o las rodillas, las manos y los pies. Así, así, como el cabezazo que su causa le estaba metiendo a cachiporra mientras que alguien gritaba «¡cien mil más al tacutacu!». Tal vez fue la vista de la sangre o la mueca de dolor que se dibujó en el rostro del cachiporra, lo cierto es que en ese m...

¿Quién se lleva a Blanca? - Jorge Ibargüengoitia

 Todo empezó con una obra de caridad: visitar a los enfermos. Mi amigo Willert estaba enfermo de an­ginas y varias personas fuimos a visitarlo. Durante esa visita nos bebimos la famosa botella de ron que estuvo a punto de causar la muerte de Willert. Pero eso no es lo importante; lo importante es que los visitantes éramos el arquitecto Boris Gudonov, Rita su esposa, Blanca y yo. Boris Gudonov es el villano de esta his­toria, Blanca y yo fuimos sus víctimas. Rita y Willert no son más que comparsas. No importa lo que bebimos, ni lo que comimos, ni de lo que hablamos. Lo que importa es que Blanca tenía unos muslos fenomenales, que no bebía una gota y que a cierta hora se puso de pie y dijo: —Tengo que irme. —Yo te llevo —dijo Boris Gudonov. La llevó a su casa en el coche y tardó tres horas en regresar. Cuando Boris volvió, Rita, Willert y yo estábamos completamente borrachos, pero recuerdo muy bien, sin temor a equivocarme, que Boris se acercó y me dijo al oído: —No le digas a Rita, p...

El hueco - Pilar Quintana

Estuvimos tres años en el hueco. Así lo llamábamos aunque en realidad no era un hueco. Era una estructura de paredes altísimas de concreto, sin techo. Mariángela estaba en una celda y yo, en otra. Las celdas eran contiguas. El único hueco era el que había en todo lo alto. Por ahí entraban el sol y la noche. Por ahí nos caía la lluvia y la comida. Nunca nos dieron un plato servido como a la gente. Nos tiraban el arroz lo mismo que la sopa. Había que hacer las necesidades en un rincón y había que esperar que la comida no cayera en ese rincón. Había que buscar los pedazos de comida esparcidos por toda la celda y, si era sopa, había que agacharse a lamer como los animales. Mientras estuvimos en el hueco, Mariángela se negó a aceptar la realidad. Según ella, el hueco sí tenía techo. El intenso calor que sentía durante el día y el frío de la noche se debían a un sistema de calefacción y aire acondicionado. La lluvia era un sistema de aspersores para cultivos que colgaba del techo y los truen...

El tapado - Augusto Guzmán

Cuando el correo de Cochabamba se anunció a toque de pututu por las calles del pueblo, don Benjamín Díaz Vela había acabado de comer un plato de saisi y de beber su acostumbrada chicha. La familia pasaba en el campo temporada veraniega. Y él, que había venido a vender maíz y muko, no estaba sino a la espera de ese correo para recoger los periódicos de la capital, y su correspondencia. A pasos lentos bajó desde su casa a la oficina de correos, en la plaza, siguiendo la angosta e inclinada acera de la calle que le obligaba a apoyarse en el bastón de chonta. Debajo de la galería, esperaban muchas personas la distribución de cartas. El redondeado y rubicundo Benjamín era hombre retraído, de pocas amistades, aunque de mucha parentela. Para no entablar conversación alguna, contestó los saludos de sus paisanos con ademanes cortantes y se fue derechamente a la ventanilla de oficina donde una simpática empleada, de moño alto y agradable acento, le entregó sin dilación su paquete de papeles. —Do...

La fiesta ajena - Liliana Heker

Nomás llegó, fue a la cocina a ver si estaba el mono. Estaba y eso la tranquilizó: no le hubiera gustado nada tener que darle la razón a su madre. ¿Monos en un cumpleaños?, le había dicho; ¡por favor! Vos sí que te creés todas las pavadas que te dicen. Estaba enojada pero no era por el mono, pensó la chica: era por el cumpleaños. —No me gusta que vayas —le había dicho—. Es una fiesta de ricos. —Los ricos también se van al cielo–dijo la chica, que aprendía religión en el colegio. —Qué cielo ni cielo —dijo la madre—. Lo que pasa es que a usted, m'hijita, le gusta cagar más arriba del culo. A la chica no le parecía nada bien la manera de hablar de su madre: ella tenía nueve años y era una de las mejores alumnas de su grado. —Yo voy a ir porque estoy invitada —dijo—. Y estoy invitada porque Luciana es mi amiga. Y se acabó. —Ah, sí, tu amiga —dijo la madre. Hizo una pausa—. Oíme, Rosaura —dijo por fin—, esa no es tu amiga. ¿Sabés lo que sos vos para todos ellos? Sos la hija de la sirvie...