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La danza de la gravedad - Fernando Iwasaki

Al principio le molestaron mucho esas luces amarillas y el olor a sudor, pero la emoción de las peleas y la ansiosa espera de su turno lo fueron sumergiendo en el ambiente. Ya no cabía ni un alfiler en el pequeño depósito de pinturas y la masa humana vociferaba alentando a uno u otro contrincante («como en el estadio», pensaba). De pronto, mientras el guardia Gómez recibía las apuestas del combate entre cachiporra y tacutacu, comenzó a sentir un remordimiento angustioso, unas ganas enormes de llorar.

En el colegio las cosas eran bien diferentes: ahí estaban sus patas por si la bronca se ponía fea o incluso en la calle, donde valía tirar piedras y arena en los ojos. En cambio ahora sólo con la cabeza o las rodillas, las manos y los pies. Así, así, como el cabezazo que su causa le estaba metiendo a cachiporra mientras que alguien gritaba «¡cien mil más al tacutacu!». Tal vez fue la vista de la sangre o la mueca de dolor que se dibujó en el rostro del cachiporra, lo cierto es que en ese momento se puso a rezar.

Qué pensaría su abuela Cloti (ángel de la guarda) si lo viera con todos esos borrachos mugrientos (dulce compañía), si supiera lo del Terokal (no me desampares) o acaso que robaba (en la noche y en el día). Segurito que se moría de pena, que le daría la Ley de Newton y se iría al cielo. Sí, se acordaba perfectamente de cuando el profesor Alarcón les mandó averiguar para el examen por qué caían los cuerpos («Newton dijo», había repetido el profe). Entonces le pasó la voz al tacutacu para ir a su casa y preguntárselo a la abuela que sabía de todo: cómo remendarle el uniforme sin que se note y cómo curar el susto, cómo preparar arroz con choclo y cómo hablar con los muertos. «¡Ay, mi niño -dijo-. Será pues porque el alma se lo sale para irse al cielo y justo entonces el cuerpo se cae, ¡pum!». Y así resolvieron la pregunta del profe, con el libro de naturales y el Nuevo Testamento que les prestó la abuela.

En eso escuchó un grito y alcanzó a ver al cachiporra metiéndole un patadón en el suelo a su amigo, a su «causita» -como decía tacutacu- que ya le estaban tirando agua para que se parara.

Mientras unos tipos le invitaban su gaseosa al ganador y le daban lo que le tocaba de las apuestas, el guardia Gómez anunció la siguiente pelea, la suya, su propia batalla. Un vértigo feroz le revolvió la mente a la vez que lo empujaban al anillo central, esa suerte de circunferencia formada por botellas vacías y puchos de cigarro. Ahí mismo lo esperaba el guardia Gómez, ese conchasumare que en la mañana los había agarrado robándole su latita de pegamento al zapatero de la esquina.

«¿Así que encima de choros les gusta pasarse de vueltas, no? -les dijo-. ¡Ay, carajo! Ahora si quieren colgarse chévere van a tener que ganársela como los hombres». Por eso terminaron en ese sitio de mierda: para tratar de que les devuelvan su latita, quizá pensando en sacar algunos intis y así comprar más Terokal, aunque sólo fuera para respirar otra vez esa esencia exultante.

De pronto apareció su rival, justo el gordo que cuidaba los carros en el mercado. El miedo le paralizó el cuerpo y no pudo responderle al guardia lo que le preguntaba ni decirle que se metiera la lengua al culo y lo dejara irse a su casa. Apenas volvió en sí cuando alguien lo agarró por el hombro y le resopló con un tufo a cerveza caliente: «¡Fuerza, chiquillo, que te he apostao un huevo e plata!». Se dio cuenta que era ya tarde cuando el guardia Gómez anunció la pelea entre pocotón y chompa roja («pucha si me llamo Ríchar», pensó).

Obligado por las circunstancias avanzó describiendo círculos alrededor de pocoton, a veces estirando una mano, otras retrocediendo. Súbitamente, aquella bola sonriente se abalanzó sobre él clavándole el puño en la boca del estómago. Ríchar sintió deseos de vomitar y la lengua se le llenó de sabor a pescado. Sí, había almorzado pan con pescado en una carretilla de la plaza y recordó con pánico las palabras de su papá: «¡No le den pescado al chico!, los pescados sólo comen agua, son pura agua. Si comes pescado vas a ser un debilucho y todos te van a sacar la mierda»

Ahí estaba, pues, por eso le dolían tanto los golpes del pocotón. En cambio, su viejo sí que era fuerte, más fuerte que el profe de Educación Física. «Es que yo me como la verga del toro -le decía-. Si te la comes también vas a ser un trome». Pero su papá se fue a la selva a sembrar coca («ahistá la plata, papito») y su abuela no se atrevía a pedirle esas cochinadas al carnicero («¡qué pensara pues, Richarcito!»).

A veces había ido con su viejo hasta los mataderos para comprar los huevos del toro, justo donde le dolía que le patearan. Pero como el zambo era un carero se ponían a discutir y se escuchaba «¡cien mil a chompa roja!», y entonces su papá pedía rebaja. De pronto volvía a la realidad para esquivar al gordo y estamparle un sopapo en los cachetes blandengues. Cuando se animó a meterle una patada voladora recordó que en su familia habían sido danzantes de tijera hasta que se vinieron a Lima. Así que acompasó los movimientos y las piernas se le empezaron a deslizar como si ejecutara un baile macabro. ¿No había danzado así por las noches hasta que la abuela se lo prohibió? («No me hagas eso, caracho. ¿No ves que aquí en Lima los espíritus se lo pueden molestar?»).

El guardia Gómez aplaudía e invitaba a redoblar las apuestas, la sucia multitud gritaba enardecida y alcanzó a distinguir el rostro borroso de tacutacu a través de la opaca niebla del tabaco. Sin embargo, en su cansada mirada la figura del enemigo comenzó a crecer y adquirió la turbia imagen de los monstruos que surgían al conjuro del pegamento.

Tal vez impulsado por un instinto elemental descargó un golpe fulminante sobre el obeso demonio, mientras al frenético ritmo de las palmas se coreaba el color de su chompa, esa chompa que la abuela Cloti le tejió por sacarse buena nota en sociales («roja te la voy hacer como la cabeza de los cóndores»).

Ya todo se estaba acabando, tal vez haciendo un esfuerzo supremo terminaría pronto con esa iniciación heroica; pero el aire era cada vez más espeso y el pescado se le salía por la boca. De improviso entrevió a su padre en la selva descargando feroces golpes de hacha contra un árbol: ahí, en la barriga, entre las piernas, haciéndole brotar una savia agridulce que ya mojaba sus labios. Miró cómo el gordo descalabraba su aparatosa humanidad encima suyo y sintió el estruendo que el árbol herido provocó sobre la tierra, el lamento de las aves y el alarido del bosque. Pensó que apenas le faltaba una semana para cumplir once años y que su papá le había prometido volver para darle un abrazo. Ese abrazo mortal que ahora lo asfixiaba hasta dejarlo sin aliento.

Acaso recordó cuando el profesor Ochoa les leyó el cuento de la lenta agonía de un danzante de tijera y cuando lloró pensando en el abuelo que nunca conoció. Por eso fue que mientras el guardia Gómez le colocaba el Terokal en la nariz para reanimarlo, ese aroma mágico lo transportó a un lugar remoto donde danzaría siempre sobre la nieve y en el que anidan los cóndores de cabeza roja. Quizá nunca escuchó que el tacutacu decía llorando: «No le pegue, jefe. Ya le dio la Ley de Newton».


En Invisible anillo, 2008





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