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Rayuela (fragmento) - Julio Cortázar

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La técnica consistía en citarse vagamente en un barrio a cierta hora. Les gustaba desafiar el peligro de no encontrarse, de pasar el día solos, enfurruñados en un café o en un banco de plaza, leyendo-un-libro-más. La teoría del libro-más era de Oliveira, y la Maga la había aceptado por pura ósmosis. En realidad para ella casi todos los libros eran libro-menos; hubiese querido llenarse de una inmensa sed y durante un tiempo infinito (calculable entre tres y cinco años) leer la ópera omnia de Goethe, Homero, Dylan Thomas, Mauriac, Faulkner, Baudelaire, Roberto Arlt, San Agustín y otros autores cuyos nombres la sobresaltaban en las conversaciones del Club. A eso Oliveira respondía con un desdeñoso encogerse de hombros, y hablaba de las deformaciones rioplatenses, de una raza de lectores a fulltime, de bibliotecas pululantes de marisabidillas infieles al sol y al amor, de casas donde el olor a la tinta de imprenta acaba con la alegría del ajo. En esos tiempos leía poco, ocupadísimo en mirar los árboles, los piolines que encontraba por el suelo, las amarillas películas de la Cinemateca y las mujeres del barrio latino. Sus vagas tendencias intelectuales se resolvían en meditaciones sin provecho y cuando la Maga le pedía ayuda, una fecha o una explicación, las proporcionaba sin ganas, como algo inútil. Pero es que vos ya lo sabés, decía la Maga, resentida. Entonces él se tomaba el trabajo de señalarle la diferencia entre conocer y saber, y le proponía ejercicios de indagación individual que la Maga no cumplía y que la desesperaban.
 
De acuerdo en que en ese terreno no lo estarían nunca, se citaban por ahí y casi siempre se encontraban. Los encuentros eran a veces tan increíbles que Oliveira se planteaba una vez más el problema de las probabilidades y le daba vuelta por todos lados, desconfiadamente. No podía ser que la Maga decidiera doblar en esa esquina de la rue de Vaugirard exactamente en el momento en que él, cinco cuadras más abajo, renunciaba a subir por la rue de Buci y se orientaba hacia la rue Monsieur le Prince sin razón alguna, dejándose llevar hasta distinguirla de golpe, parada delante de una vidriera, absorta en la contemplación de un mono embalsamado. Sentados en un café reconstruían minuciosamente los itinerarios, los bruscos cambios, procurando explicarlos telepáticamente, fracasando siempre, y sin embargo se habían encontrado en pleno laberinto de calles, casi siempre acababan por encontrarse y se reían como locos, seguros de un poder que los enriquecía. A Oliveira lo fascinaban las 276 sinrazones de la Maga, su tranquilo desprecio por los cálculos más elementales. Lo que para él había sido análisis de probabilidades, elección o simplemente confianza en la rabdomancia ambulatoria, se volvía para ella simple fatalidad. «¿Y si no me hubieras encontrado?», le preguntaba. «No sé, ya ves que estás aquí...» Inexplicablemente la respuesta invalidaba la pregunta, mostraba sus adocenados resortes lógicos. Después de eso Oliveira se sentía más capaz de luchar contra sus prejuicios bibliotecarios, y paradójicamente la Maga se rebelaba contra su desprecio hacia los conocimientos escolares. Así andaban, Punch and Judy, atrayéndose y rechazándose como hace falta si no se quiere que el amor termine en cromo o en romanza sin palabras. Pero el amor, esa palabra…

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Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano por tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja. 

Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y nuestros ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua.

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Íbamos por las tardes a ver los peces del Quai de la Mégisserie, en marzo del mes leopardo, el agazapado pero ya con un sol amarillo donde el rojo entraba un poco más cada día. Desde la acera que daba al río, indiferentes a los bouquinistes que nada iban a darnos sin dinero, esperábamos el momento en que veríamos las peceras (andábamos despacio, demorando el encuentro), todas las peceras al sol, y como suspendidos en el aire cientos de peces rosa y negro, pájaros quietos en su aire redondo. Una alegría absurda nos tomaba de la cintura, y vos cantabas arrastrándome a cruzar la calle, a entrar en el mundo de los peces colgados del aire. 

Sacan las peceras, los grandes bocales a la calle, y entre turistas y niños ansiosos y señoras que coleccionan variedades exóticas (550 fr. pièce) están las peceras bajo el sol con sus cubos, sus esferas de agua que el sol mezcla con el aire, y los pájaros rosa y negro giran danzando dulcemente en una pequeña porción de aire, lentos pájaros fríos. Los mirábamos, jugando a acercar los ojos al vidrio, pegando la nariz, encolerizando a las viejas vendedoras armadas de redes de cazar mariposas acuáticas, y comprendíamos cada vez peor lo que es un pez, por ese camino de no comprender nos íbamos acercando a ellos que no se comprenden, franqueábamos las peceras y estábamos tan cerca como nuestra amiga, la vendedora de la segunda tienda viniendo del Pont-Neuf, que te dijo: «El agua fría los mata, es triste el agua fría...» Y yo pensaba en la mucama del hotel que me daba consejos sobre un helecho: «No lo riegue, ponga un plato con agua debajo de la maceta, entonces cuando él quiere beber, bebe, y cuando no quiere no bebe...» Y pensábamos en esa cosa increíble que habíamos leído, que un pez solo en su pecera se entristece y entonces basta ponerle un espejo y el pez vuelve a estar contento...

Entrábamos en las tiendas donde las variedades más delicadas tenían peceras especiales con termómetro y gusanitos rojos. Descubríamos entre exclamaciones que enfurecían a las vendedoras —tan seguras de que no les compraríamos nada a 550 fr. pièce— los comportamientos, los amores, las formas. Era el tiempo delicuescente, algo como chocolate muy fino o pasta de naranja martiniquesa, en que nos emborrachábamos de metáforas y analogías, buscando siempre entrar. Y ese pez era perfectamente Giotto, te acordás, y esos dos jugaban como perros de jade, o un pez era la exacta sombra de una nube violeta... Descubríamos cómo la 308 vida se instala en formas privadas de tercera dimensión, que desaparecen si se ponen de filo o dejan apenas una rayita rosada inmóvil vertical en el agua. Un golpe de aleta y monstruosamente está de nuevo ahí con ojos bigotes aletas y del vientre a veces saliéndole y flotando una transparente cinta de excremento que no acaba de soltarse, un lastre que de golpe los pone entre nosotros, los arranca a su perfección de imágenes puras, los compromete, por decirlo con una de las grandes palabras que tanto empleábamos por ahí y en esos días.

De Rayuela, Sudamericana (1963).

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