Las campanas de San Agustín sonaron nítidas bajo la noche adormecida de estrellas: las tres de la madrugada. Le dio un tirón a los faldones de la chaqueta, respiró hondo y miró al cielo. A sus espaldas languidecía el cornetín del combo en el Palladium. Había bebido mucho, pero estaba sereno. Sería mejor decir sobrio. Sereno no. No podía estarlo sintiendo otra vez la urgencia de no comprometerse en un mundo angustiosamente comprometedor. E hizo un esfuerzo por no preocuparse demasiado. Lástima que de día no brillen las estrellas. (La noche es buena.) Deberían brillar siempre las estrellas. (La noche es libre.) El sol es cruel matando las estrellas. (La noche es vida.) Sin saber por qué pensó en Dios. No el Dios católico y manso rezagado allá, en algún rincón de su infancia, sino el Dios protestante y bíblico de voz atronadora: ¡Hágase la luz! Y la luz se hizo. Pero él no podía soportar la luz. Porque la luz cegaba y comprometía. Era mejor la penumbra del Palladium que daba a su ser la s...