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Mostrando entradas de julio, 2024

En una ciudad llamada San Juan - René Marqués

Las campanas de San Agustín sonaron nítidas bajo la noche adormecida de estrellas: las tres de la madrugada. Le dio un tirón a los faldones de la chaqueta, respiró hondo y miró al cielo. A sus espaldas languidecía el cornetín del combo en el Palladium. Había bebido mucho, pero estaba sereno. Sería mejor decir sobrio. Sereno no. No podía estarlo sintiendo otra vez la urgencia de no comprometerse en un mundo angustiosamente comprometedor. E hizo un esfuerzo por no preocuparse demasiado. Lástima que de día no brillen las estrellas. (La noche es buena.) Deberían brillar siempre las estrellas. (La noche es libre.) El sol es cruel matando las estrellas. (La noche es vida.) Sin saber por qué pensó en Dios. No el Dios católico y manso rezagado allá, en algún rincón de su infancia, sino el Dios protestante y bíblico de voz atronadora: ¡Hágase la luz! Y la luz se hizo. Pero él no podía soportar la luz. Porque la luz cegaba y comprometía. Era mejor la penumbra del Palladium que daba a su ser la s...

El corazón verde - Felisberto Hernández

Hoy he pasado, en esta pieza, horas felices. No importa que haya dejado la mesa llena de pinchazos. Lo único que siento es tener que cambiar el diario que la cubre; hace tiempo que está puesto y le he tomado simpatía; es de un color verdoso, las letras grandes de los títulos son de color naranja y tiene la fotografía de unos quintillizos. Cuando la tarde estaba terminando y se apagaba un poco el gran calor, yo venía hacia mi pieza cansado de caminar. Había ido a pagar una cuota de un sobretodo comprado en invierno. Estaba un poco decepcionado de la vida pero tenía cuidado de que no me pisaran los vehículos; pensaba en mi pieza y recordé las cabecitas peladas de los quintillizos como si fueran las yemas de cinco dedos. Cuando ya estaba en mi cuarto con los brazos desnudos sobre el diario verde y un pequeño círculo de luz daba sobre los libros de colores, abrí una caja de lápices y saqué mi alfiler de corbata. Lo di vuelta entre mis manos hasta que se me cansaron los dedos y distraídamen...

Modesta Gómez - Rosario Castellanos

¡Qué frías son las mañanas en Ciudad Real! La neblina lo cubre todo. De puntos invisibles surgen las campanadas de la misa primera, los chirridos de portones que se abren, el jadeo de molinos que empiezan a trabajar. Envuelta en los pliegues de su chal negro Modesta Gómez caminaba, tiritando. Se lo había advertido su comadre, doña Águeda, la carnicera: —Hay gente que no tiene estómago para este oficio, se hacen las melindrosas, pero yo creo que son haraganas. El inconveniente de ser atajadora es que tenés que madrugar. “Siempre he madrugado”, pensó Modesta. “Mi nana me hizo a su modo.” (Por más que se esforzase, Modesta no lograba recordar las palabras de amonestación de su madre, el rostro que en su niñez se inclinaba hacia ella. Habían transcurrido muchos años.) —Me ajenaron desde chiquita. Una boca menos en la casa era un alivio para todos. De aquella ocasión, Modesta tenía aún presente la muda de ropa limpia con que la vistieron. Después, abruptamente, se hallaba ante una enorme pu...

Las monedas e Irene - Liliana Heker

Aquí, Alfredo, debería contar la historia de nosotros dos; decir por ejemplo que en las estaciones de tren siempre tomamos café con leche y medialunas, nos ponemos tristes, y recordamos lúgubres viajes a través de un campo gris. O que una tarde hicimos llorar a un vendedor de muebles y después nos sentíamos como dioses. Algo, un fragmento de nuestra hermosa vida. Porque la vida, si una piensa en ella cuando está alegre (no en noches como ésta, en las que se aprende que es inútil creer que un día se abandonará esta despreciable existencia en borrador y se empezará a ser invulnerable), la vida también puede ser hermosa. Y a lo mejor mañana mismo me parece que es así y cuento La Maravillosa Historia de Nosotros Dos. Pero hoy no. Hoy sé que hay cosas que ya no se pasan en limpio. Por eso necesito acordarme de Isabelita. Ella estaba en casa desde hacía casi un año cuando pasó lo de las monedas. Después de eso y hasta que la echaron, uno o dos años más tarde, seguimos jugando juntas y yo con...

Guayacán de marzo - Bertalicia Peralta

La noche hervía y el aire que entraba por los ojos abiertos de las paredes venía caliente, caliente como la sangre de los habitantes del pueblo. Dorinda no dormía. Pensaba. No soñaba. A veces soñaba. Soñaba cosas lindas y dulces que nunca tuvo. Ahora no soñaba. No dormía. Solo pensaba. Y los pensamientos eran como ramas de veranera que se le retorcían en la mente y le estrujaban los sesos y le hacían brillar en seco los ojos negros y rasgados. Se movió en el camastro. Fue un movimiento leve, pero sin embargo el hombre a su lado pareció sentirlo porque se achicó más y trató de arrimarse. Dorinda lo esquivó. Sentía un asco infinito por ese cuerpo duro y sudado que durante tantos años había permanecido sobre el suyo, contra el suyo, exprimiéndole los senos, los muslos, jadeando sobre su vientre, rasgándole el mismo sexo, abriéndola siempre,  abriéndola, tratando de destruirla, pensó. Se movió hacia el otro lado del camastro. “Vamos al baile”, le dijo un día, hacía mucho ti...

El pan bajo la bota - Nicomedes Guzmán

Todo un mundo de estrellas constelaba mi cabeza en los momentos en que comencé a penetrar en mi pobre barrio. Mi pobre y admirable barrio. Caserío sin buenas luces, pero desde cuyo corazón podía mirarse mejor el cielo que parecía apuntalado por la veterana gallardía de algunos álamos y eucaliptos. —¡Tan tarde que vienes, m’hijo! Mi madre estaba en la puerta de la casa, y me besó la frente. —Don Tito quiso que trabajara un poco más —dije simplemente. —Vienes helado… m’hijo… —Sí… Hace un poco de frío. —¡Tan avanzado que está el invierno, y todavía no tienes abrigo! —se dolió mi madre. No dije nada. Me encaminé al fondo del patio a mojarme las manos. Me ardían como si me las hubiesen desollado. Saltó de la llave del agua el chorro benefactor. Mi madre habíame seguido. —¡Otra vez con las manos deshechas, Enrique, por Dios! —Si no es nada, mamá… —¿Cómo nada, Enrique? … ¿A ver? Me cogió de un brazo para llevarme al comedorcillo, alumbrado ya por la escasa luz de la lámpara a parafina. Me esc...

El papagayo - Humberto Arenal

Antes, Maggie tuvo una secreta debilidad por Tony Restrepo. Hasta le perdonó que se casara con su hija Peggy, que entonces tenía 17 años, y que la hiciera abandonar sus estudios en la Universidad. Le gustaba, a pesar de su piel oscura, su cara de indio y su acento latino al hablar, que ella tanto odiaba en los otros estudiantes latinoamericanos que venían a la casa. Pero Tony era alto y tenía los hombros anchos y unos ojos muy negros y fríos que a ella la hacían sentir una rara ansiedad en las manos, que se le agitaban, y una comezón en el vientre y un temblor en la voz. Aunque algunas veces había sentido un gran odio por él: por ejemplo, el día que se enteró de que se llevaba a Peggy al Perú. Y después cuando supo lo triste que se sentía ella en aquella casona de Lima, con toda la familia de él criticándola y vigilándola. La madre y las tías de Tony instándola a que fuera a misa todas las mañanas, a que se vistiera con más recato, a que no hablara fraternalmente con los hombres, espec...