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Guayacán de marzo - Bertalicia Peralta

La noche hervía y el aire que entraba por los ojos abiertos de las paredes venía caliente, caliente como la sangre de los habitantes del pueblo.

Dorinda no dormía. Pensaba. No soñaba. A veces soñaba. Soñaba cosas lindas y dulces que nunca tuvo. Ahora no soñaba. No dormía. Solo pensaba. Y los pensamientos eran como ramas de veranera que se le retorcían en la mente y le estrujaban los sesos y le hacían brillar en seco los ojos negros y rasgados. Se movió en el camastro. Fue un movimiento leve, pero sin embargo el hombre a su lado pareció sentirlo porque se achicó más y trató de arrimarse. Dorinda lo esquivó. Sentía un asco infinito por ese cuerpo duro y sudado que durante tantos años había permanecido sobre el suyo, contra el suyo, exprimiéndole los senos, los muslos, jadeando sobre su vientre, rasgándole el mismo sexo, abriéndola siempre,  abriéndola, tratando de destruirla, pensó. Se movió hacia el otro lado del camastro.

“Vamos al baile”, le dijo un día, hacía mucho tiempo. Ella se le quedó mirando. ¿qué se traía? “Vamos”, insistió él. Ella no fue. ¿Con quién iba a dejar a los tres angelitos que tenía en la casa? Había muchas historias en el pueblo de malas madres que por irse a un baile habían abandonado a sus criaturas, solas, y algo terrible les había sucedido. Que si se habían lastimado, que si a una se le quemó la casa con los chiquillos adentro donde los había encerrado para más seguridad, que si luego un bruto había tumbado a una niña de solo cinco o seis años. No. Ella no fue. Ella tenía que cuidar a sus hijos.

Pero vinieron otros bailes, y otros encuentros. Y él siempre persiguiéndola. Al recelo que al principio sintió le siguió una especie de costumbre. Se acostumbró a su presencia aunque hubo muchas cosas de él que no le acabaron de gustar. Su costumbre de pelear con sus hijos que no eran hijos de él. Su encono para mirarlos, para hablarles. Y luego, su astucia, esa actitud ladina para disimular cuando veía que ella se daba cuenta. Era como estar jugando a la zorra y a la gallina. Ella sentía que él la quería para sí, y por eso estaba dispuesto a engañarla haciéndole ver que le gustaban los mocosos. Pero ella sabía que no.

Y el aguardiente. Cuando estaba bueno trabajaba bien. Se aguantaba. Hasta tenía sus momentos de buenazo, de tierno, de miradas lánguidas que precedían a la tumbada en cualquier monte, a la gozada bajo el cielo despejado, a los forcejeos y retozones, lejos de la casa. A él le gustaba así. Hasta que se fue para la casa de ella. Y vivieron juntos y fueron muy felices. No. Dorinda se rio bajito. “Y fueron muy felices” era el final de los cuentos que siempre le leyeron en la escuela, allá, hacía muchos años, cuando era niña y su abuela la mandó a la escuela, hasta segundo grado. Felices, sí, para qué negarlo, a veces, un poquito. Cuando él cogía plata, cuando iban a algún baile y antes de emborracharse él la abrazaba suave. Pero duraba poco. A medida que iba tomando, iba perdiendo el cerebro, y la apretujaba entre los brazos, solo por no caerse el muy pendejo, y la celaba con todos los hombres y luego ella tenía que irse sola a la casa y esperarlo a que llegara como un bruto a echársele encima, a querer forzarla, ya sin ánimos, sin fuerzas, porque de borracho se dormía hasta el día siguiente cuando el sol ya había caminado la mitad de la jornada.

Dorinda se levantó. Salió de la casa. Hacía más fresco afuera. Marzo tenía la tierra caliente, el aire caliente, las sangres calientes. Buscó un poco de agua en la tinaja. Estaba fresca. Lo peor fue cuando inventó lo de los hijos. Ahora quería hijos. Hijos de él porque los otros no lo eran. Y ella sabía que los odiaba. Sobre todo a la hembrita. Y ella no iba a tener más hijos. Ya lo tenía bien averiguado en el centro de salud. El doctor le había aconsejado y sabía lo que tenía que hacer. Pero por más que trató, se embarazó de nuevo. No dijo nada pero él se dio cuenta. La barriga empezó a estirarse, los pechos a llenarse, los ojos a hundirse más. Él supo. Y lo dijo a todo el mundo. Y fue una semana de borrachera.

“¿Con que tendremos familia, Dorinda?, le dijeron las gentes del pueblo.

“No creas, son puros cuentos”, había dicho ella.

“Humm, ¿y esa barriguita? Ya es como de tres meses, ¿no?”

“Que no, te digo; yo no paro más”, dijo.

Dorinda recibió el aire fresco de la noche. El cielo estaba oscuro. Ni una estrella. Una negrura espléndida cubría la tierra entera. Se recogió el pelo en un moño, hacia arriba.

“¿Para qué te pusiste a regar esa noticia? le dijo al hombre. No habrá más hijos, me lo voy a sacar”. Y lo dijo pausada, pensadamente. Los otros tres estaban fuera de la casa. Él estaba recostado en la hamaca. Fumaba. Ella pilaba. Despacio, rítmicamente. El vientre pegado a la orilla del pilón. Los brazos subían y bajaban con fuerza, con seguridad.

“¿Estás loca?”, y sin que ella pudiera sospecharlo se le abalanzó encima, la agarró por los hombros, la volteó, la miró a los ojos como una fiera y le dijo:

“¿Estás loca?” Como lo hagas te mato. ¡Te mato!”, y se fue. Se emborrachó esa noche, nuevamente. Y cantó. Por vez primera Dorinda tuvo miedo. Lo haría. Era un bruto y lo haría. Era un bruto y no se daba cuenta que no alcanzaba nada en la casa. Que ella trabajaba todo el día y casi toda la noche. A él no le importaba. Total, “no son mis hijos”, le decía siempre. Y los muchachos crecían y tendrían que ir a la escuela. Completa. No era verdad que se iban a quedar igual de brutos que él y ella. Empezó a pensar. Calculó día y noche. Empezó a hacer cuentas de las ventajas que había tenido con él. No había ninguna. Todo lo contrario. Había envejecido como diez años en los dos que habían pasado desde la primera noche que se entró en su casa.

Dorinda se alejó despacio. Hacia la quebrada, ya casi seca por el verano. Hizo todo como le habían dicho. Y la quebrada se llevó la sangre que manó de su sexo mientras ella aguantaba, acuclillada.

Luego se recostó en la hierba para recuperar las fuerzas. Las lágrimas corrieron impetuosas y le cegaron la visión y le ardieron los ojos como si le hubiera caído sal en ellos. Bramó. Sentía una pena tan honda, tan suya, había estado siempre esa pena tan allí, que no se había dado cuenta nunca de ella. Lloró hasta quedar libre. Se incorporó y se acercó despacio hacia la casa.

El hombre dormía. También lo había preparado. Ni aunque hubiera un incendio se despertaría. Los hijos no estaban. Los había enviado donde su hermana “para que se conocieran mejor con los primos”, como si eso hiciera falta en ese sitio.

Dorinda se acercó al camastro. El hombre sudaba. Recordó las veces que había sudado sobre ella, tratando de arrebatarle sus propias entrañas. No haría ninguna falta. Y ella lo conocía bien. Era duro de carácter. Si había dicho que la mataría, lo haría. Pero ella no iba a permitirlo. No. Ya no. Dorinda ya no permitiría algunas cosas en la vida. Y eso sí que nadie lo sabía aún. Se acercó al hombre. Lo palpó. Lo zarandeó. Lo empujó. Estaba como muerto. Pero ella sabía que estaba vivo. Solo bien dormido.

Con calma se acercó a la cocina. Tomó el cuchillo y lo apretó con fuerza por el mango. Lo hundió varias veces en el corazón del hombre. La sangre corrió a raudales, primero con ímpetu, luego más despacio, hasta que se paró. Mucha sangre. Olía. Se aseguró que estuviera muerto. Le clavó aún tres veces más el cuchillo en el cuerpo. La noche seguía caliente y oscura. Cerró entonces las ventanas y encendió una lámpara muy tenue. Trató de mover al muerto, pero se dio cuenta de que era muy pesado para ella sola. Entonces se acomodó y empezó a descuartizarlo. Primero la cabeza, luego los brazos, las piernas. Pedacito a pedacito. Cuando lo tuvo todo en pequeños trozos, lo metió en un saco de henequén y lo amarró con un bejuco. Lo arrastró hacia afuera de la casa. Buscó el caballo y lo amarró a la cincha. Luego se montó y arrastró el saco de henequén hacia el potrero que quedaba atrás del cerro. Cuando llegó, su rostro estaba fresco. Sus ojos hundidos tenían el brillo misterioso de siempre. Cavó lo más hondo que pudo. Su cuerpo acostumbrado al trabajo rudo del campo obedecía a los impulsos de su cerebro. Metió el saco de henequén y volvió a echar la tierra encima. Sembró un guayacán, y regresó a la casa.

El resto de la noche lo pasó limpiando cuidadosamente todas las manchas de sangre. Le molestaba el olor que parecía pegado a la tierra, a las paredes, al camastro.

La mañana amaneció clara y radiante. Dorinda fue temprano a la quebrada a lavar sus sábanas. Encontró a otras mujeres allí.

“Y, Dorinda, ¿qué hay de la criatura?”, le dijo una de ellas.

“¿No te dije que eran habladurías?”, contestó. “¡A mi no hay hombre que me preñe!”

“¿Y el Jacinto?”, preguntaron, por preguntar, por decir algo mientras aporreaban la ropa contra las piedras.

“Se fue esta madrugada”, dijo Dorinda. “Dijo que iba a ver si encontraba trabajo en la Zona. Y que si no encontraba, se embarcaría de marino. A lo mejor ni regresa más”.

Como estaban en marzo, y Dorinda quería que el Guayacán creciera alto y lleno de flores, todos los días fue con sus hijos a regar la pequeña mata.

En Vindictas, 2020

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