Ir al contenido principal

La Sunamita - Inés Arredondo

 […]
No sé cómo llegué hasta el umbral. Era ya de noche y la habitación iluminada por una lámpara veladora parecía enorme. Los muebles, agigantados, sombríos, y un aire extraño estancado en torno a la cama. La piel se me erizó, por los poros respiraba el horror a todo aquello, a la muerte.
–Acércate –dijo el sacerdote.
Obedecí yendo hasta los pies de la cama, sin atreverme a mirar ni las sábanas.
–Es la voluntad de tu tío, si no tienes algo que oponer, casarse contigo in articulo mortis, con la intención de que heredes sus bienes. ¿Aceptas?
Ahogué un grito de terror. Abrí los ojos como para abarcar todo el espanto que aquel cuarto encerraba. “¿Por qué me quiere arrastrar a la tumba?”… Sentí que la muerte rozaba mi propia carne.
–Luisa…
Era don Apolonio. Tuve que mirarlo: casi no podía articular las sílabas, tenía la quijada caída y hablaba moviéndola como un muñeco de ventrílocuo.
–…por favor.
Y calló. Extenuado.
No podía más. Salí de la habitación. Aquel no era mi tío, no se le parecía… heredarme, sí, pero no los bienes solamente, las historias, la vida… Yo no quería nada, su vida, su muerte. No quería. Cuando abrí los ojos estaba en el patio y el cielo seguía encapotado. Respiré profundamente, dolorosamente.
–¿Ya?… –se acercaron a preguntarme los parientes, al verme tan descompuesta.
Yo moví la cabeza, negando. A mi espalda habló el sacerdote.
–Don Apolonio quiere casarse con ella en el último momento para heredarla.
–¿Y tú no quieres? –preguntó ansiosamente la vieja criada-. No seas tonta, solo tú te lo mereces. Fuiste una hija para ellos y te has matado cuidándolo. Si no te casas, los sobrinos de México no te van a dar nada. ¡No seas tonta!
–Es una delicadeza de su parte.
–Y luego te quedas viuda y rica y tan virgen como ahora –rió nerviosamente una prima jovencilla y pizpireta.
–La fortuna es considerable, y yo, como tío lejano tuyo, te aconsejaría que…
–Pensándolo bien, el no aceptar es una falta de caridad y de humildad.
“Eso es verdad, eso sí que es verdad.” No quería darle un último gusto al viejo, un gusto que después de todo debía agradecer, porque mi cuerpo joven, del que en el fondo estaba tan satisfecha, no tuviera ninguna clase de vínculos con la muerte. Me vinieron náuseas y fue el último pensamiento claro que tuve esa noche. Desperté como de un sopor hipnótico cuando me obligaron a tomar la mano cubierta de sudor frío. Me vino otra arcada, pero dije “Sí”.

Fondo de Cultura Económica: 1991

Comentarios

Entradas populares de este blog

Bajo tierra - Samanta Schweblin

Necesitaba descansar, tomar algo para despabilarme. La ruta estaba oscura y todavía tenía que conducir varias horas. El parador era el único que había visto en kilómetros. Las luces interiores le daban cierta calidez, y había dos o tres coches estacionados frente a los ventanales. Dentro, una pareja joven comía hamburguesas. Al fondo, un tipo de espaldas y otro hombre, más viejo, en la barra. Me senté junto a él, cosas que uno hace cuando viaja demasiado, o cuando hace tanto que no habla con nadie. Pedí una cerveza. El barman era gordo y se movía despacio. —Son cinco pesos —dijo. Pagué y me sirvió. Hacía horas que soñaba con mi cerveza y esa era bastante buena. El viejo miraba el fondo de su vaso, o cualquier otra cosa que pudiese verse en el vidrio. —Por una cerveza le cuentan la historia —dijo el gordo señalándome al viejo. El viejo pareció despertar y se volvió hacia mí. Tenía los ojos grises y claros, quizá tuviera un principio de cataratas o algo por el estilo, era evidente que no...

El eterno transparente - Linda Berrón

Cuando quiso introducir la llave en la cerradura, comprobó sorprendida que no entraba. Trató nuevamente, pero no pudo. Probó con las demás llaves y tampoco. Observó con detenimiento la cerradura, ¿la habrían cambiado?, parecía la misma de siempre, como la puerta, como la casa. También la llave plateada y redonda era la misma. ¿Habrían tachado la cerradura? Tocó el timbre con larga insistencia, dos, tres veces. La muchacha abrió, impaciente y mal encarada. Sin decir nada, dio media vuelta y se fue a la cocina. Todo parecía estar en su lugar. Guardó la llave en la cartera. En el jardín, los niños jugaban con el perro. Y la tarde estaba soleada. Alejó la incertidumbre de sí y se acercó a darles un beso. No le hicieron mucho caso. Se sentó en la mecedora para disfrutar un rato de la frescura del corredor. Los helechos colgaban sin una gota de brisa. Empezó a oscurecer lentamente. Al cabo llegó su marido. Protestaba por el calor, las presas del tráfico y la reunión que tenía a las ocho de l...

Dios en la tierra - José Revueltas

La población estaba cerrada con odio y con piedras. Cerrada completamente como si sobre sus puertas y ventanas se hubieran colocado lápidas enormes, sin dimensión de tan profundas, de tan gruesas, de tan de Dios. Jamás un empecinamiento semejante, hecho de entidades incomprensibles, inabarcables, que venían… ¿de dónde? De la Biblia, del Génesis, de las Tinieblas, antes de la luz. Las rocas se mueven, las inmensas piedras del mundo cambian de sitio, avanzan un milímetro por siglo. Pero esto no se alteraba, este odio venía de lo más lejano y lo más bárbaro. Era el odio de Dios. Dios mismo estaba ahí apretando en su puño la vida, agarrando la tierra entre sus dedos gruesos, entre sus descomunales dedos de encina y de rabia. Hasta un descreído no puede dejar de pensar en Dios. Porque ¿quién si no Él? ¿Quién si no una cosa sin forma, sin principio ni fin, sin medida, puede cerrar las puertas de tal manera? Todas las puertas cerradas en nombre de Dios. Toda la locura y la terquedad del mundo...