Sarita baja por Campomanes con una botella de petróleo diáfano en la mano. La alcanzo y le digo: —¿Quiere que le cargue el petróleo? Ella, que no me ha visto, se sobresalta, se ruboriza, se turba, se retuerce y hasta después me mira. —¡Ay, pero qué susto me ha dado! —me dice—. Creí que sería uno de esos tipos que se le acercan a una y le dicen cosas. Ahora soy yo quien se siente turbado. Tomo la botella de petróleo y la acompaño a su casa por el pasaje donde venden los churros. Ella me dice que Cuévano está lleno de groseros y degenerados. Hay partes de la ciudad en las que las mujeres sencillamente no pueden caminar sin arriesgarse a que les hagan alguna malcriadez —como la esquina del Ventarrón, por ejemplo—. —El otro día iba yo bajando muy tranquila por la calle de Zacateros, cuando uno que va pasando, se me acerca y me dice "buenos días", y al mismo tiempo, ¡que me baja el cierre! ¿Usted cree que eso es justo? Nunca la había oído decir tantas palabras de un tirón. La escucho atentamente, sin interrumpirla más que para decir, ¡qué barbaridad! o ¡no me diga! Trato, con mucha discreción de verle el paladar —no sé por qué me da la impresión de que lo tiene negro—, pero no alcanzo a ver más que sus dientes poderosísimos. Cuando llegamos a la puerta de su casa, le entrego su botella de petróleo. Ella no me invita a entrar, pero me sonríe muy amable antes de cerrar la puerta. ¿Para qué querrá el petróleo?
Necesitaba descansar, tomar algo para despabilarme. La ruta estaba oscura y todavía tenía que conducir varias horas. El parador era el único que había visto en kilómetros. Las luces interiores le daban cierta calidez, y había dos o tres coches estacionados frente a los ventanales. Dentro, una pareja joven comía hamburguesas. Al fondo, un tipo de espaldas y otro hombre, más viejo, en la barra. Me senté junto a él, cosas que uno hace cuando viaja demasiado, o cuando hace tanto que no habla con nadie. Pedí una cerveza. El barman era gordo y se movía despacio. —Son cinco pesos —dijo. Pagué y me sirvió. Hacía horas que soñaba con mi cerveza y esa era bastante buena. El viejo miraba el fondo de su vaso, o cualquier otra cosa que pudiese verse en el vidrio. —Por una cerveza le cuentan la historia —dijo el gordo señalándome al viejo. El viejo pareció despertar y se volvió hacia mí. Tenía los ojos grises y claros, quizá tuviera un principio de cataratas o algo por el estilo, era evidente que no...
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