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El portero del prostíbulo - Jorge Bucay

No había en aquel pueblo un oficio peor visto y peor pagado que el de ser portero del prostíbulo.

Pero, ¿qué otra cosa podría hacer aquel hombre?

De hecho, nunca había aprendido a leer ni a escribir, no tenía ninguna otra actividad ni oficio.

En realidad, era su puesto porque su padre había sido portero de ese prostíbulo antes que él, y antes que aquel, el padre de su padre.

Durante décadas, el prostíbulo había pasado de padres a hijos y la portería también.

Un día, el viejo propietario murió y un joven con inquietudes, creativo y emprendedor se hizo cargo del prostíbulo.

El joven decidió modernizar el negocio. Modificó las habitaciones y después citó al personal para darle nuevas instrucciones.

Al portero, le dijo:

—A partir de hoy, usted, además de estar en la puerta, me va a tener que preparar un informe semanal. Allí anotará la cantidad de parejas que entran cada día. A una de cada cinco, le preguntará cómo fueron atendidas y qué corregirían del lugar. Una vez por semana, usted me presentará ese informe con los comentarios que crea convenientes.

El hombre tembló; nunca le había faltado predisposición para trabajar, pero…

—Me encantaría satisfacerle, señor —balbuceó— pero yo… yo no sé leer ni escribir.

— ¡Ah! ¡Cuánto lo siento! —dijo el nuevo dueño— Como usted comprenderá, yo no puedo pagar a otra persona para que haga esto y tampoco puedo esperar que usted aprenda a leer y escribir, por lo tanto…

—Pero señor, usted, usted no me puede despedir, he trabajado en esto toda mi vida, al igual que mi padre, igual que mi abuelo…

Pero el joven no lo dejó terminar.

—Mire, yo lo comprendo, pero no puedo hacer nada por usted. Lógicamente le daré una indemnización, es decir, una cantidad de dinero para que pueda subsistir hasta que encuentre otro trabajo. Así que, lo siento. Que tenga suerte.

Y sin más, dio media vuelta y se fue.

El hombre sintió que el mundo se derrumbaba. Nunca había pensado que podría llegar a encontrarse en esa situación. Llegó a su casa, desocupado por primera vez en su vida.

—¿Qué podía hacer?

Y recordó, que a veces, en el prostíbulo cuando se rompía una cama o se estropeaba la pata de un armario, se las ingeniaba para hacer un arreglo sencillo y provisional con un martillo y unos clavos.

Se le ocurrió que esta podría ser una ocupación transitoria hasta que alguien le ofreciera un mejor empleo.

Buscó por toda la casa las herramientas que necesitaba, y sólo encontró unos clavos oxidados y una tenaza mellada.

Tenía que comprar una caja de herramientas completa. Para eso, usaría una parte del dinero que había recibido.

En la esquina de su casa se enteró de que en su pueblo no había ninguna ferretería, y que tendría que viajar dos días en mula para ir al pueblo más cercano y realizar su compra.

—¿Qué más da? —Pensó—.

Y emprendió la marcha. A su regreso, llevaba una hermosa y completa caja de herramientas. No había terminado de quitarse las botas cuando llamaron a la puerta de su casa. Era su vecino.

—Hola, Venía a preguntarle si no tendría un martillo para prestarme.

—Mire vecino, lo acabo de comprar, pero lo necesito para trabajar, ¿sabe?… como me he quedado sin empleo…

—Bueno —dijo el vecino—, yo se lo devolvería mañana muy temprano.

—Está bien —aceptó el hombre—.

A la mañana siguiente, tal como había prometido, el vecino llamó a su puerta.

—Mire, todavía necesito el martillo. ¿Por qué no me lo vende?

—No, yo lo necesito para trabajar y, además, la ferretería está a dos días de mula.

El vecino pensó y propuso.

—Hagamos un trato. Yo le pagaré a usted el salario de dos días de ida y de dos de vuelta. Le pagaré además el precio del martillo y una pequeña ganancia para usted. Total, está sin trabajo. ¿Qué le parece?

Realmente, esto era como conseguir un trabajo por cuatro días, así que aceptó. Volvió a viajar a la ferretería. Y a su regreso, otro vecino lo esperaba en la puerta de su casa.

—Hola. ¿Usted le vendió un martillo a nuestro amigo?

—Sí…

—Pues yo, yo necesito unas herramientas, ¿sabe? Estoy dispuesto a pagarle sus cuatro días de viaje y una pequeña ganancia por cada herramienta. Ya sabe, no todos disponemos de cuatro días para hacer nuestras compras.

El ex portero abrió su caja de herramientas y su vecino eligió una pinza, un destornillador, un martillo y un cincel. Le pagó y se fue.

En su mente quedaron las palabras del comprador: “…No todos disponemos de cuatro días para hacer nuestras compras”.

Si esto era cierto, mucha gente podría necesitar que él viajara para traer herramientas.

Pensando en esto, en el siguiente viaje, decidió que arriesgaría un poco del dinero de la indemnización, comprando más herramientas de las que había vendido. De paso, podría ahorrar tiempo en viajes. Empezó a correrse la voz por el barrio y muchos vecinos decidieron dejar de viajar para hacer sus compras.

Una vez por semana, el ahora vendedor de herramientas, viajaba y compraba lo que necesitaban sus clientes.

Pronto se dio cuenta de que, si encontraba un lugar donde almacenar las herramientas, podría ahorrar más viajes y ganar más dinero.

Así que alquiló un pequeño local.

Después, amplió la entrada del almacén y unas semanas más tarde añadió un escaparate. Así, casi sin saberlo, el local se transformó en la primera ferretería del pueblo.

Todos estaban contentos; todos compraban en su tienda. Él, ya no tenía que viajar, la ferretería del pueblo vecino le enviaba sus pedidos. Después de todo, era un muy buen cliente.

Con el tiempo, todos los compradores de pueblos pequeños más alejados preferían comprar en su ferretería y ahorrarse así dos días de viaje.

Un día se le ocurrió que su amigo, el tornero, podría fabricar para él las cabezas de los martillos.

Y después, ¿por qué no?, también tenazas sencillas… y pinzas… y cinceles. Luego siguieron los clavos y los tornillos… Para no alargar demasiado el cuento, te diré que en diez años aquel hombre se convirtió en un millonario fabricante de herramientas, a base de honestidad y de mucho trabajo.

El ex portero, acabó siendo el empresario más poderoso de la región.

Tan poderoso, que un día, con motivo del inicio del año escolar, decidió donar a su pueblo una escuela. Además de leer y escribir, allí se enseñarían las artes y los oficios más prácticos de la época.

El intendente y el alcalde organizaron una gran fiesta de inauguración de la escuela y una importante cena de homenaje para su fundador.

A los postres, el alcalde le entregó las llaves de la ciudad y el intendente lo abrazó y le dijo:

—Es con gran orgullo y gratitud que le pedimos nos conceda el honor de poner su firma en la primera hoja del libro de actas de la nueva escuela.

—El honor sería para mí —dijo el hombre—. Creo que nada me gustaría más que firmar allí, pero yo, yo no sé leer ni escribir. Yo, soy analfabeto.

— ¿Usted? —dijo el intendente, y no alcanzaba ciertamente a creerlo— ¿Usted no sabe leer ni escribir? ¿Usted, que construyó un imperio industrial, lo hizo sin saber leer ni escribir? Estoy asombrado. Me pregunto, ¿qué hubiera hecho si hubiera sabido leer y escribir?

—Yo se lo puedo contestar —respondió el hombre con calma—. ¡Si yo hubiera sabido leer y escribir… sería portero del prostíbulo!

En Cuentos para pensar, 1997

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