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Noche en la selva Aguaruna - Luis Sepúlveda

No conozco a ese hombre que se detiene a la orilla del río, que respira hondamente y sonríe al reconocer los aromas que viajan en el aire. No lo conozco, pero sé que ese hombre es mi hermano.

Ese hombre que sabe que el polen viaja prendido a la arbitraria voluntad del viento, mas confiado y soñando con la fértil tierra que lo espera, ese hombre es mi hermano.

Y sabe muchas cosas mi hermano. Sabe, por ejemplo, que un gramo de polen es como un gramo de sí mismo, dulcemente predestinado al lodo germinal, al misterio del que se alzará vivo de ramas, de frutos y de hijos, con la bella certeza de las transformaciones, del comienzo inevitable y del necesario final, porque lo inmutable encierra el peligro de lo eterno y sólo los dioses tienen el tiempo para la eternidad.

Ese hombre que empuja su canoa sobre la playa de fina arena, y se prepara a recibir el milagro que cada atardecer en la selva abre las puertas del misterio, ese hombre es necesariamente mi hermano.

Mientras la sutil resistencia de la luz diurna se deja vencer amorosamente por el abrazo de las penumbras, lo escucho musitar las palabras justas que su embarcación merece: «te encontré cuando eras apenas una rama, limpié el terreno que te rodeaba, te protegí del comején y la termita, orienté la verticalidad de tu tronco y, al tumbarte para que fueras mi prolongación en el agua, por cada golpe de hacha marqué también una cicatriz en mis brazos. Luego, ya en el agua, prometí que juntos continuaríamos el viaje empezando en tu tiempo de semilla. He cumplido. Estamos en paz».

Entonces, ese hombre contempla cómo todo cambia, se transforma en el preciso instante en que el sol se cansa de ser mil veces diminuto, multiplicado en las escamas de oro que arrastran los arroyos.

La selva apaga su intenso color verde. El tucán clausura el brillo de sus plumas. Las pupilas del coatí dejan de reflejar la inocencia de los frutos. La infatigable hormiga suspende el traslado del mundo hasta su cónica morada. El yacaré decide abrir los ojos para que las sombras le muestren aquello que evitó ver durante el día. El curso del río se torna apacible, ingenuo de su terrible grandeza.

Ese hombre que dispone sobre la playa sus amuletos protectores, las piedras verdes y azules que mantendrán al río en su lugar, ese hombre es mi hermano, y con él miro la luna que a ratos se muestra entre las nubes bañando de plata las copas de los árboles. Le escucho musitar: «Todo es como debe ser. La noche aprieta la pulpa de los frutos, despierta el deseo de los insectos, calma la inquietud de las aves, refresca la piel de los reptiles, ordena danzar a las luciérnagas. Sí. Todo es como debe ser».

Encaramada a su altar de piedras, la anaconda enrollada sobre la maldición de su cuerpo alza la cabeza para observar el cielo con la inocencia de los irremediablemente fuertes. Sus ojos amarillos son dos gemas ausentes, ajenos al rumor de los felinos que con el hambre pegada a las costillas rastrean a sus víctimas, a la brisa que, en esta época sin lluvias, no cesa de transportar el polen hasta los claros abiertos por el ingenio o la mezquindad de otros hombres, o por la eléctrica crueldad del rayo.

Ese hombre que ahora esparce sobre la arena las semillas de todo lo que crece en su territorio de origen, para tender luego sobre ellas su fatigado cuerpo, ese hombre es mi imprescindible hermano.

Duras son las semillas del cusculí, mas le traerán hasta sus sueños todas las bocas ansiosas que recibieron su sabor agridulce en el tiempo del amor. Ásperas son las semillas de achiote, pero su pulpa roja adornó las caras y los cuerpos de las elegidas. Punzantes son las semillas de la yahuasca, porque tal vez así disimulan la dulzura del licor que producen, y que bebido al amparo de los viejos sabios disipa el tormento de las dudas sin entregar respuestas, sino enriqueciendo la ignorancia del corazón.

En una alta rama que los resguarda del puma, los micos se sobresaltan al ver un destello en lontananza. Es ese hombre, mi hermano, que ha encendido una fogata y me invita a compartir sus bienes mientras musita quedamente: «Todo es como debe ser. El fuego atrae a los insectos. El jaguar y el oso hormiguero observan desde lejos. El perezoso y el lagarto quisieran acercarse. El escarabajo y el ciempiés se asoman entre el follaje. Las lenguas del fuego dicen que la madera arde sin rencor. Sí. Todo es como debe ser».

Ese hombre, mi hermano, me enseña que debo acercar los pies a la fogata, y con la ceniza tibia reparar los estragos que dejó el largo camino. La penumbra impide reconocer sus tatuajes y los trazos con que ha pintado su cara, pero la selva conoce la dignidad de su tribu, la importancia del rango que testimonian sus adornos.

Envuelto por la noche es simplemente un hombre, un hombre de la selva que observa la luna, las estrellas, las nubes que pasan, mientras escucha e identifica cada sonido que nace en la espesura; el terrorífico chillido del mico en las garras del felino, la monótona telegrafía de los grillos, el vehemente resoplar de los jabalíes, el siseo del crótalo que maldice su venenosa soledad, los fatigosos pasos de las tortugas que acuden a desovar en la playa, la quieta respiración de los papagayos enmudecidos por la oscuridad.

Así, lentamente, se adormece, agradecido de ser parte de la noche selvática. Del misterio que lo hermana a la minúscula larva y a la madera que cruje mientras se tensan los centenarios músculos de un ombú.

Lo miro dormir y me siento dichoso de compartir el sereno misterio que delimita el espacio entre las tiernas preguntas de la vida y la definitiva respuesta de la muerte.


En Historias marginales, 2000

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