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El espejo - Liana Castello

Hubo un tiempo en que eran muy amigos, casi inseparables. Sin embargo, la vida los fue alejando.

Las personas no sólo se alejan de otras personas, también se alejan de ciertos objetos que ya no les sirven o no les dan la felicidad que alguna vez les dieron.

Cuando se es muy joven, el espejo suele ser un buen compañero de ruta. Indicador silencioso de cómo nos vemos, o mejor dicho, como creemos que nos ven los demás. Él dictamina si estamos poco o muy maquilladas, si tenemos cara de cansadas o si las canas han crecido ya en forma poco prudente.

Pilar había sido, como toda adolescente que se precie de tal, algo esclava del espejo. Chiquito para la cartera, grande para el cuarto, propio, prestado, verdadero, inventado en una vidriera, no importaba. Eran tiempos en los que Pilar no necesitaba anteojos para ver su imagen, ni tampoco su vida, y donde aquellos defectos que el espejo le mostraba, se podían corregir.

Era agradable mirarse y hasta corregirse. La imagen que el espejo devolvía sólo anunciaba presente y mucho futuro.

El tiempo pasó y Pilar maduró y ya no tenía tiempo de mirarse horas. Había que criar a los hijos, atender el hogar, trabajar. Y por la noche era tal el cansancio que mirarse era un mero trámite que nada decía, y al cual no le prestaba atención.

Y así, como fueron muchos los años de amistad, fueron muchos los años de alejamiento; y luego vino el enojo. Como puede pasar con los vínculos, cuando Pilar y el espejo se reencontraron, ya no eran los mismos y no se entendieron; es más, casi ni se reconocieron.

Esa mujer que antes habitaba en el espejo ya no existía, aún menos la joven. ¿Quién era entonces la que estaba frente a ella? ¿Por qué un elemento que tanto había querido y necesitado se volvía insolente, casi irrespetuoso? ¿En qué momento se había ido la tersura de su piel? ¿Qué día se había instalado cómodamente en su rostro la primera arruga, en su cabello la primera cana? ¿Tan rápido había pasado el tiempo desde que se viera con detenimiento la última vez?

Se enojó mucho y revoleó el espejo que, sin ofenderse y por si acaso Pilar fuese supersticiosa, decidió no romperse. Y entonces comenzó para Pilar una lucha estéril, como todas las que se libran para evitar lo inevitable, para detener lo que indefectiblemente debe seguir su curso.

No mirarse en un espejo era imposible, pero se prometió a sí misma hacerlo lo menos posible; evitar las vidrieras, los espejos de los probadores, que tan antipáticos resultan a cierta edad, y ya no llevaba un espejito en su cartera.

Paradójicamente, cuando nuestra imagen comienza a no conformarnos, es necesario otro elemento que nos obliga a ver lo que no queremos. Es ahí cuando los lentes se convierten, como los espejos, en amigos y enemigos. Sin lentes no podemos vernos; con ellos, lo que vemos no nos gusta.

Y la batalla continuó cada vez que estaba frente a un espejo; se sacaba los lentes y así era más fácil digerir el paso del tiempo. Una mañana, la vida se impuso, como lo hace siempre por otra parte, y los lentes de Pilar se rompieron.

No fue sólo cuestión de hacer un par de nuevos; fue un hecho simple, hasta nimio que la hizo reflexionar. Sabía que ya no podía no usar los lentes, si quería ver bien. Sabía que los necesitaba, y su ausencia, aunque temporal, hizo que entendiese que hay que amigarse con las necesidades, aunque sean poco agradables.

Entendió por fin que el espejo no tenía la culpa del paso del tiempo, ¿quién la tiene por otra parte? Entendió que para ver bien necesita anteojos y que nada ganaba con evadir una imagen —su imagen— evitando mirarse.

Sin embargo, lo más importante que entendió Pilar fue que ella era mucho más que la imagen que el espejo devolviese. Que el tiempo pasa, nos miremos o no, y que lo mejor de uno es precisamente aquello que no se refleja en un espejo. Que no está mal necesitar lentes y mejor aún llevarlos con gracia. Que hay que aprender que el tiempo nos va cambiando y saber convivir con ello.

Y entonces, en un gran acto de valentía íntima, decidió mirarse por dentro con los mejores lentes, los de mayor graduación, que no son otros que los ojos del alma. Y descubrió que esa persona que veía seguía mereciendo mirarse bien al espejo.

A partir de ese día, y como sucede entre las personas muchas veces, se reencontraron, pero desde otro lugar, y se volvieron a reconocer.

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