Renata murió como mueren los pájaros, replegándose sobre su cuerpo muy frágil. Desde hacía horas ningún médico la había visto y sólo una enfermera sin experiencia había venido a tomarle la temperatura. Ya entonces agonizaba: su cabeza, inerte, hundida en el largo cuello, parecía la de un títere abandonado después de la función. De nada habían servido mis protestas para que volvieran a llevarla al servicio de cuidados intensivos. El director de la clínica se había mostrado categórico: Renata se recuperaba de su operación normalmente y mis inquietudes eran injustificadas. Con un frío en el corazón volví a su lado, convencida de que la acompañaba en los últimos momentos de su vida. La misma sensación de impotencia había tenido veinticinco años antes, el día de su presentación en sociedad, cuando dejando atrás el ruido de las conversaciones abrí la puerta de su cuarto y la vi sentada en una silla, llorando frente al espejo: pálida, con su bello vestido de gasa azul, sollozaba como un niño....