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Mostrando entradas de abril, 2023

El hombre de las gardenias - Marvel Moreno

Renata murió como mueren los pájaros, replegándose sobre su cuerpo muy frágil. Desde hacía horas ningún médico la había visto y sólo una enfermera sin experiencia había venido a tomarle la temperatura. Ya entonces agonizaba: su cabeza, inerte, hundida en el largo cuello, parecía la de un títere abandonado después de la función. De nada habían servido mis protestas para que volvieran a llevarla al servicio de cuidados intensivos. El director de la clínica se había mostrado categórico: Renata se recuperaba de su operación normalmente y mis inquietudes eran injustificadas. Con un frío en el corazón volví a su lado, convencida de que la acompañaba en los últimos momentos de su vida. La misma sensación de impotencia había tenido veinticinco años antes, el día de su presentación en sociedad, cuando dejando atrás el ruido de las conversaciones abrí la puerta de su cuarto y la vi sentada en una silla, llorando frente al espejo: pálida, con su bello vestido de gasa azul, sollozaba como un niño....

Los libros voladores - Silvina Ocampo

Había muchos libros en aquella casa, tantos que nadie pudo contarlos, porque todos los días aparecían nuevos ejemplares que se alojaban en los anaqueles sin que supieran quién los traía ni dónde estarían. Pero de noche los libros seguramente se levantaban, cambiaban de sitio o se juntaban para parecer más numerosos. Entonces yo, con una curiosidad ridícula, resolví mirarlos en la tenue oscuridad, para ver en el silencio si se movían, en cuanto empecé a sospechar. ¿Qué pasaba con esos libros de noche, cuando el sol se acostaba, los sonidos de la calle morían meticulosamente y las hojas, que no eran hojas sino páginas, se movían con rumores de alas y de nidos en los estantes? A mi hermano le gusta jugar con ellos, pero papá dice que es un pecado y me mira a mí. Yo tenía cinco años, mi hermano siete, y el resto de la casa eran personas mayores. En lugar de mesitas teníamos libros apilados; en lugar de banquitos, sillones, sofás o sillas, teníamos libros y, en lugar de tener la ropa y los ...

La tona - Francisco Rojas González

Crisanta descendía por la vereda que culebreaba entre los peñascos de la loma clavada entre la aldehuela y el río, de aquel río bronco al que tributaban los torrentes que, abriéndose paso entre jarales y yerbajos, se precipitaban arrastrando tras sí costras de roble hurtadas al monte. Tendido en la hondonada, Tapijulapa, el pueblo de indios pastores. Las torrecillas de la capilla, patinadas de fervores y lamosas de años, perforaban la nube aprisionada entre los brazos de la cruz de hierro. Crisanta, india joven, casi niña, bajaba por el sendero; el aire de la media tarde calosfriaba su cuerpo encorvado al peso de un tercio de leña; la cabeza gacha y sobre la frente un manojo de cabellos empapados de sudor. Sus pies —garras a ratos, pezuñas por momentos— resbalaban sobre las lajas, se hundían en los líquenes o se asentaban como extremidades de plantígrado en las planadas del senderillo... Los muslos de la hembra, negros y macizos, asomaban por entre los harapos de la enagua de algodón, ...

El reloj - Ramón Rubín

Mi compadre Ponciano Bayón es hombre rudo, poco expresivo en su afecto y hasta me temo que un tanto mezquino. Por eso me sorprendió vivamente cuando, a su regreso de la capital, me regaló aquel reloj con apariencia de fino. Yo sé que él me estima. Pero su decisión de traerme aquel obsequio era demasiado abrupta. Y no podía concebir que esa estimación fuera tan alta como para merecerle un regalo que debió costarle algunos cientos de pesos; pues la joya era chapeada de oro, de prestigiada marca y excelente máquina y hasta de un modelo bastante reciente. A él mismo jamás le había conocido otro reloj que el que heredó de su tatita, raspado, viejo y panzudo y de valor harto inferior. Había ido a visitarlo el mismo día de su regreso al pueblo. Y ufano de haber conocido antes que él la metrópoli, le dije: — ¿Quihubo, compadre? ¿Salieron o no atinados los consejos que le di? Me miró unos instantes con una especie de encono. Y luego introdujo la mano en un bolsillo y ofreciéndome con una sonri­...

Apples - Alfredo Bryce Echenique

Hay viajes, ni siquiera viajes, porque son simples recorridos por la ciudad, por un barrio de la ciudad, y que, sin embargo, resultan interminables, dolorosas aventuras de condensación, de descubrimiento. Y hay descubrimientos que no son más que el enorme resumen de todos nuestros problemas, Juan. Las flores que aquí te traigo, me digo, me lo repito ansiosa de llegar a tu departamento, luchando con las esquinas, todas aquellas esquinas por las que puedo torcer a la derecha, a la izquierda, y nunca llevarte nada. Y aquella esquina definitiva por la que he deseado irme a veces para siempre. He tratado de hacerlo, pero ya sé, ya sé, tu amor gana, como todas las veces aquellas en que huí y te fui dejando huellas para que me encontraras. Nunca he amado así, tampoco, pero también a eso le tengo miedo. Contigo no hay pasado, contigo sólo hay presente, y contigo no hay futuro porque yo no quiero que haya futuro contigo. Y por eso, claro, es por eso que sólo hay este interminable presente. Ya t...

Me alquilo para soñar - Gabriel García Márquez

A las nueve de la mañana, mientras desayunábamos en la terraza del Habana Riviera, un tremendo golpe de mar a pleno sol levantó en vilo varios automóviles que pasaban por la avenida del malecón, o que estaban estacionados en la acera, y uno quedó incrustado en un flanco del hotel. Fue como una explosión de dinamita que sembró el pánico en los veinte pisos del edificio y convirtió en polvo el vitral del vestíbulo. Los numerosos turistas que se encontraban en la sala de espera fueron lanzados por los aires junto con los muebles, y algunos quedaron heridos por la granizada de vidrio. Tuvo que ser un maretazo colosal, pues entre la muralla del malecón y el hotel hay una amplia avenida de ida y vuelta, así que la ola saltó por encima de ella y todavía le quedó bastante fuerza para desmigajar el vitral. Los alegres voluntarios cubanos, con la ayuda de los bomberos, recogieron los destrozos en menos de seis horas, clausuraron la puerta del mar y habilitaron otra, y todo volvió a estar en orde...

Oro, caballo y hombre - Rafael F. Muñoz

Como en Casas Grandes terminaba la línea férrea, los villistas que se dirigían rumbo a Sonora bajaron de los trenes, echando fuera de las jaulas la flaca caballada y después de ensillar emprendieron la caminata hacia el Cañón del Púlpito. La llanura estaba oculta bajo una espesa costra de nieve endurecida que crujía a la presión de las herradas pezuñas de los animales; a veces, éstos resbalaban y caían sobre el húmedo colchón, blanco e interminable; los jinetes se levantaban sacudiéndose y si la bestia había quedado tirada en el fango helado, con las manos le cerraban la nariz y el hocico para que en un supremo esfuerzo por libertarse y respirar, el animal volviera a ponerse sobre sus cuatro patas. ¡Qué poco amiga del hombre es la tierra nevada, agradable solamente en las pinturas alegóricas de Nochebuena! No se ve el terreno que se pisa: los pedruzcos del camino apenas hacen una levísima ondulación en la cáscara de confeti cristalizado al bajo cero. Los peatones dan traspiés y tocan e...