La etérea silueta apareció por la veranda de la casa. Su cuerpo de sílfide, vestido con blancos ropajes arrastraba una larga y negra cabellera. Las aristas de su figura brillaban como material radiactivo. Lo más asombroso para los que podíamos verla era que sus pequeños pies no tocaban el suelo. Volaba desapareciendo siempre en la esquina de la plaza en dirección de la iglesia.
En el pueblo afirmaban que era una bruja. Una mujer que tenía pacto con el averno y que aprovechaba la plenitud de la luna para romper las leyes de la gravedad. Que se transformaba y que no necesariamente tenía el cabello negro. Eso lo decían, pues había varias damas con el cabello de ese color, y para eximirlas de culpa, lo decían.
Otra versión, la relatada por el viejo Yoyo, señalaba a un caballero que habitaba en las afueras del poblado como la clave del asunto. Pero el anciano era tacaño con su relato. Sólo mencionaba a Don Tomás como el único capaz en desentrañar el misterio de la bella aparecida que aterrorizaba a los del pueblo.
Yo era un extraño que llegaba a reclamar una inesperada herencia de parientes lejanos. Ese día me retrasé por un desperfecto de mi transporte a tres horas de distancia de ese poblado venido a menos. Dejé el automóvil y seguí en un coche arrastrado por caballos. Muy entrada la noche llegamos a la plaza frente a la iglesia. Ya nadie me esperaba. Ella sí.
Fue lo primero que encontré al llegar; a la extraña desconocida asomada en los pasillos de esa casa abandonada. Iluminada por la luz de una completa luna, pude ver los pálidos rasgos de su bello rostro y unos ojos negros que me miraron con ternura.
Enseguida desapareció.
Al preguntarle al cochero sobre ¿quién era ella? Contestó con otra pregunta —¿De quién me habla?
Los días siguientes, los trámites de la herencia, que estuvieron más complicados de lo pensado y las continuas visitas de los lugareños para saludar, me absorbieron. Pero la hermosa desconocida siempre aparecía en mi memoria. Pronto noté que a la gente del pueblo no le gustaba el tema y rehuían comentarlo. Entonces fue cuando escuché la versión de Yoyo, viejo sirviente de mis parientes, que ahora servía de mayordomo en la finca que fui a reclamar.
Una tarde recibí la visita del cura del pueblo. Mucho me sorprendió su juventud. Llegó cargando un juego de ajedrez retándome amistosamente a sostener una partida. Estas se repitieron tres a cuatro veces por semana, lo que nos hizo intimar y tomar confianza en nuestras conversaciones. Decidí preguntarle por el fantasma.
—Le sorprendería Padre, si le digo que la vi. Que nuestras miradas se encontraron. Y no sé, pero sentí como si esperara algo con mi llegada.
—Estimado Mauricio, aunque lo conozco poco, no me da la impresión de ser una persona supersticiosa. Es más, por sus conversaciones e ideas me esperancé a que usted trajera nuevas ideas a nuestra sociedad. Por favor, no me decepcione.
Las palabras del Padre Ernesto me hicieron sonreír. Insistí pidiéndole que me dijera todo lo que sabía sobre el tema.
—Cuando llegué a este pueblo me enteré de la maldición que dicen tener los lugareños. La atribuyen al infortunio de una bella doncella que fue plantada en el altar por su novio, con todo el pueblo como testigo. Ella murió de vergüenza a los pocos días, por lo que su familia abandonó el pueblo y desde entonces dicen que aparece en la que fue su casa. Precisamente la que está en una de las esquinas de la plaza. Pero vamos, Mauricio, en nuestros tiempos no estamos para creer estas cosas que más se asocian con cuentos y leyendas.
—Fue allí donde la conocí. La misma noche de mi arribo. Nada había escuchado sobre ella. Pero vuelvo y repito, sentí que me esperaba.
Las partidas de ajedrez las aprovechaba para hablarle del tema. Hasta que lo convencí de que visitáramos a don Tomás el presunto novio de la infortunada joven. Esa tarde subimos a mi auto y nos dirigimos a las afueras del poblado en su búsqueda. Nuestro paseo fue en vano, pues una vieja criada, que no nos dejó pasar del dintel de la puerta, informó que aquel señor estaba de viaje y que podía regresar en cualquier momento o dentro de varios meses.
A la vuelta, el Padre Ernesto, al notar mi decepción, me dijo como consuelo que sabía dónde estaba enterrada aquella joven. Eso me llenó de esperanzas, pues al menos podría saber su nombre, y algunos detalles más.
Entramos a la iglesia y caminamos por sus umbrosas naves hasta uno de los altares más apartados. Allí, en una de sus bases encontramos una lápida con una inscripción que decía: “María del Carmen Altamar, 1881-1900”. Sobre sus familiares el clérigo no me supo decir nada, desaparecieron.
Se acercaba la noche de luna llena y una idea me atormentaba. No me decidía a salir al encuentro de aquella visión. Una vez que tomé la determinación de tratar de volver a verla, se me ocurrió que el cura debía acompañarme para que contribuyera a resolver el enigma.
El pueblo dormía apesadumbrado. Las puertas se cerraron temprano. Todos se habían recogido temiendo la aparición y que la maldición, que creían pesaba sobre ellos, se cumpliera en nefastos acontecimientos. La luna comenzó a elevarse en el cielo sin nubes que ocultaran su redondez perfecta.
Me acerqué sin compañía hasta el parque. No sé por qué pero ella no me producía temor alguno. Mis esperanzas de que el cura me acompañara se desvanecían hasta que sentí su llegada furtiva tras de mí. Ambos nos miramos en silencio. Así mismo aguardamos sentados en una de las bancas del parque amparados por las sombras de unos setos.
Ella no nos hizo esperar, sabía de tardanzas. Un poco antes de la media noche el resplandor iluminó una de las esquinas de la que fue su casa. Enseguida su grácil figura se desplazó en el aire, sí, como si flotara.
Se dirigió justo hacia nosotros. Titubeó al vernos a los dos. Se detuvo pero al instante se movió demostrando claramente que era a mí a quién buscaba. Una vez más sus tristes ojos negros se cruzaron con los míos. El sacerdote observaba petrificado. Súbitamente ella desapareció.
—¿Habrá sido un rayo de luna que se colaba entre el follaje de los árboles? ¿Estás seguro de que era ella? ¿No habrá podido nuestra obsesión por verla, sugestionarnos?
Mi compañero se negaba aceptar lo ocurrido. Yo estaba maravillado. ¿Qué es lo que ella quería de mí?
El cura dejó de visitarme. Suspendimos las partidas de ajedrez. Hasta que, una tarde, Yoyo me avisó que el párroco esperaba en la sala. Complacido por su visita salí a recibirlo.
—Mauricio, él regresó— me dijo avergonzado de aceptar volver a ser parte de mis investigaciones o fantasías como él las llamaba cuando me reprochaba.
—Entonces vamos a visitarlo. ¿Qué esperamos? —le dije entusiasmado.
El gesto con que movió su cabeza no me arredró para tomarlo por un brazo y conducirlo hasta mi auto.
Don Tomás, muy serio aceptó recibirnos. Nos hizo sentar en los butacones de su salón, a espaldas de altos ventanales que dejaban ver lo yermo y seco del paisaje.
—¿Con qué derecho vienen ustedes a tratar de averiguar cosas que solo les atañen a los habitantes del pueblo? —Nos recriminó firmemente el anciano.
—Con el derecho que me da ella, don Tomás —Le dije respetuosamente y comencé a relatarle los contactos que tuve con Mari Carmen y la certeza de que ella requería algo de mí.
Al oírme cambió de actitud. Nos relató que cobardemente dudó de casarse con su prometida, faltando a su palabra. Arrepentido llegó al pueblo días después para cumplirla, pero que fue inútil, pues ella había muerto. Se levantó de su asiento y buscando en las gavetas de su escritorio extrajo un cofre de madera finamente tallado, en el que guardaba un papel cuidadosamente doblado.
—Miren, esto lo encontré sobre mi escritorio una tarde lluviosa, precisamente en el primer aniversario de su muerte. Apareció justo después que me quedara dormido.
El pliego, amarillento por los años, mostraba una rúbrica menuda, elegante, aunque algo temblorosa.
—Esta es su letra, la conozco bien, pues cuando novios nos escribimos con frecuencia. ¿Pero cómo alguien puede desposarla sí está muerta?
No sé cómo convencí al cura para que realizara la ceremonia. Fui a la Iglesia a la media noche, con mis mejores galas, tal como lo haría un novio el día de su boda. La luna llena iluminaba mis pasos. En la puerta me esperaba don Tomás con los anillos, los mismos que debió usar en aquella boda a la que no asistió 50 años antes. Me sorprendí al ver al templo colmado de vecinos del pueblo.
La luz tenue y vacilante la daban decenas de velas que se reflejaban en adornos de flores blancas, todas las que Yoyo pudo conseguir en los jardines de las casas del poblado.
Me acerqué lentamente por el pasillo central a enfrentar al Padre Ernesto que me aguardaba en el altar. Sólo faltaba ella. Aún así comenzamos los esponsales. Al preguntarme si aceptaba a María del Carmen Altamar por esposa, respondí con un sí alto y claro, que provocó una exclamación entre los presentes.
Llegó de una manera espectacular, por lo menos para mí. Para otros fue tétrica. Justo en la parte donde el cura le preguntaba si me aceptaba por esposo; una helada ráfaga de viento apagó todas las velas y llenó el aire con pétalos de flores. Enseguida un halo de luz iluminó el altar; era ella, que a mi lado contestaba que sí.
En el pueblo afirmaban que era una bruja. Una mujer que tenía pacto con el averno y que aprovechaba la plenitud de la luna para romper las leyes de la gravedad. Que se transformaba y que no necesariamente tenía el cabello negro. Eso lo decían, pues había varias damas con el cabello de ese color, y para eximirlas de culpa, lo decían.
Otra versión, la relatada por el viejo Yoyo, señalaba a un caballero que habitaba en las afueras del poblado como la clave del asunto. Pero el anciano era tacaño con su relato. Sólo mencionaba a Don Tomás como el único capaz en desentrañar el misterio de la bella aparecida que aterrorizaba a los del pueblo.
Yo era un extraño que llegaba a reclamar una inesperada herencia de parientes lejanos. Ese día me retrasé por un desperfecto de mi transporte a tres horas de distancia de ese poblado venido a menos. Dejé el automóvil y seguí en un coche arrastrado por caballos. Muy entrada la noche llegamos a la plaza frente a la iglesia. Ya nadie me esperaba. Ella sí.
Fue lo primero que encontré al llegar; a la extraña desconocida asomada en los pasillos de esa casa abandonada. Iluminada por la luz de una completa luna, pude ver los pálidos rasgos de su bello rostro y unos ojos negros que me miraron con ternura.
Enseguida desapareció.
Al preguntarle al cochero sobre ¿quién era ella? Contestó con otra pregunta —¿De quién me habla?
Los días siguientes, los trámites de la herencia, que estuvieron más complicados de lo pensado y las continuas visitas de los lugareños para saludar, me absorbieron. Pero la hermosa desconocida siempre aparecía en mi memoria. Pronto noté que a la gente del pueblo no le gustaba el tema y rehuían comentarlo. Entonces fue cuando escuché la versión de Yoyo, viejo sirviente de mis parientes, que ahora servía de mayordomo en la finca que fui a reclamar.
Una tarde recibí la visita del cura del pueblo. Mucho me sorprendió su juventud. Llegó cargando un juego de ajedrez retándome amistosamente a sostener una partida. Estas se repitieron tres a cuatro veces por semana, lo que nos hizo intimar y tomar confianza en nuestras conversaciones. Decidí preguntarle por el fantasma.
—Le sorprendería Padre, si le digo que la vi. Que nuestras miradas se encontraron. Y no sé, pero sentí como si esperara algo con mi llegada.
—Estimado Mauricio, aunque lo conozco poco, no me da la impresión de ser una persona supersticiosa. Es más, por sus conversaciones e ideas me esperancé a que usted trajera nuevas ideas a nuestra sociedad. Por favor, no me decepcione.
Las palabras del Padre Ernesto me hicieron sonreír. Insistí pidiéndole que me dijera todo lo que sabía sobre el tema.
—Cuando llegué a este pueblo me enteré de la maldición que dicen tener los lugareños. La atribuyen al infortunio de una bella doncella que fue plantada en el altar por su novio, con todo el pueblo como testigo. Ella murió de vergüenza a los pocos días, por lo que su familia abandonó el pueblo y desde entonces dicen que aparece en la que fue su casa. Precisamente la que está en una de las esquinas de la plaza. Pero vamos, Mauricio, en nuestros tiempos no estamos para creer estas cosas que más se asocian con cuentos y leyendas.
—Fue allí donde la conocí. La misma noche de mi arribo. Nada había escuchado sobre ella. Pero vuelvo y repito, sentí que me esperaba.
Las partidas de ajedrez las aprovechaba para hablarle del tema. Hasta que lo convencí de que visitáramos a don Tomás el presunto novio de la infortunada joven. Esa tarde subimos a mi auto y nos dirigimos a las afueras del poblado en su búsqueda. Nuestro paseo fue en vano, pues una vieja criada, que no nos dejó pasar del dintel de la puerta, informó que aquel señor estaba de viaje y que podía regresar en cualquier momento o dentro de varios meses.
A la vuelta, el Padre Ernesto, al notar mi decepción, me dijo como consuelo que sabía dónde estaba enterrada aquella joven. Eso me llenó de esperanzas, pues al menos podría saber su nombre, y algunos detalles más.
Entramos a la iglesia y caminamos por sus umbrosas naves hasta uno de los altares más apartados. Allí, en una de sus bases encontramos una lápida con una inscripción que decía: “María del Carmen Altamar, 1881-1900”. Sobre sus familiares el clérigo no me supo decir nada, desaparecieron.
Se acercaba la noche de luna llena y una idea me atormentaba. No me decidía a salir al encuentro de aquella visión. Una vez que tomé la determinación de tratar de volver a verla, se me ocurrió que el cura debía acompañarme para que contribuyera a resolver el enigma.
El pueblo dormía apesadumbrado. Las puertas se cerraron temprano. Todos se habían recogido temiendo la aparición y que la maldición, que creían pesaba sobre ellos, se cumpliera en nefastos acontecimientos. La luna comenzó a elevarse en el cielo sin nubes que ocultaran su redondez perfecta.
Me acerqué sin compañía hasta el parque. No sé por qué pero ella no me producía temor alguno. Mis esperanzas de que el cura me acompañara se desvanecían hasta que sentí su llegada furtiva tras de mí. Ambos nos miramos en silencio. Así mismo aguardamos sentados en una de las bancas del parque amparados por las sombras de unos setos.
Ella no nos hizo esperar, sabía de tardanzas. Un poco antes de la media noche el resplandor iluminó una de las esquinas de la que fue su casa. Enseguida su grácil figura se desplazó en el aire, sí, como si flotara.
Se dirigió justo hacia nosotros. Titubeó al vernos a los dos. Se detuvo pero al instante se movió demostrando claramente que era a mí a quién buscaba. Una vez más sus tristes ojos negros se cruzaron con los míos. El sacerdote observaba petrificado. Súbitamente ella desapareció.
—¿Habrá sido un rayo de luna que se colaba entre el follaje de los árboles? ¿Estás seguro de que era ella? ¿No habrá podido nuestra obsesión por verla, sugestionarnos?
Mi compañero se negaba aceptar lo ocurrido. Yo estaba maravillado. ¿Qué es lo que ella quería de mí?
El cura dejó de visitarme. Suspendimos las partidas de ajedrez. Hasta que, una tarde, Yoyo me avisó que el párroco esperaba en la sala. Complacido por su visita salí a recibirlo.
—Mauricio, él regresó— me dijo avergonzado de aceptar volver a ser parte de mis investigaciones o fantasías como él las llamaba cuando me reprochaba.
—Entonces vamos a visitarlo. ¿Qué esperamos? —le dije entusiasmado.
El gesto con que movió su cabeza no me arredró para tomarlo por un brazo y conducirlo hasta mi auto.
Don Tomás, muy serio aceptó recibirnos. Nos hizo sentar en los butacones de su salón, a espaldas de altos ventanales que dejaban ver lo yermo y seco del paisaje.
—¿Con qué derecho vienen ustedes a tratar de averiguar cosas que solo les atañen a los habitantes del pueblo? —Nos recriminó firmemente el anciano.
—Con el derecho que me da ella, don Tomás —Le dije respetuosamente y comencé a relatarle los contactos que tuve con Mari Carmen y la certeza de que ella requería algo de mí.
Al oírme cambió de actitud. Nos relató que cobardemente dudó de casarse con su prometida, faltando a su palabra. Arrepentido llegó al pueblo días después para cumplirla, pero que fue inútil, pues ella había muerto. Se levantó de su asiento y buscando en las gavetas de su escritorio extrajo un cofre de madera finamente tallado, en el que guardaba un papel cuidadosamente doblado.
—Miren, esto lo encontré sobre mi escritorio una tarde lluviosa, precisamente en el primer aniversario de su muerte. Apareció justo después que me quedara dormido.
El pliego, amarillento por los años, mostraba una rúbrica menuda, elegante, aunque algo temblorosa.
“No descansaré en paz hasta que se cumpla con tu palabra”
M del C.
No sé cómo convencí al cura para que realizara la ceremonia. Fui a la Iglesia a la media noche, con mis mejores galas, tal como lo haría un novio el día de su boda. La luna llena iluminaba mis pasos. En la puerta me esperaba don Tomás con los anillos, los mismos que debió usar en aquella boda a la que no asistió 50 años antes. Me sorprendí al ver al templo colmado de vecinos del pueblo.
La luz tenue y vacilante la daban decenas de velas que se reflejaban en adornos de flores blancas, todas las que Yoyo pudo conseguir en los jardines de las casas del poblado.
Me acerqué lentamente por el pasillo central a enfrentar al Padre Ernesto que me aguardaba en el altar. Sólo faltaba ella. Aún así comenzamos los esponsales. Al preguntarme si aceptaba a María del Carmen Altamar por esposa, respondí con un sí alto y claro, que provocó una exclamación entre los presentes.
Llegó de una manera espectacular, por lo menos para mí. Para otros fue tétrica. Justo en la parte donde el cura le preguntaba si me aceptaba por esposo; una helada ráfaga de viento apagó todas las velas y llenó el aire con pétalos de flores. Enseguida un halo de luz iluminó el altar; era ella, que a mi lado contestaba que sí.
En Cuentos de Panamá, 2019
Comentarios
Publicar un comentario