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Sur - Silda Cordoliani

Podría ir hacia atrás o hacia adelante, hacia el norte o más hacia el sur, hacia el pasado o en busca de algún otro futuro. Sin embargo, lo cierto esta madrugada es que debe partir, huir. Tal es seguramente el único rayo de lucidez que le ha tocado en mucho tiempo. Sabe que hoy la duda no le está permitida, un minuto de indecisión puede prolongar para siempre el pavoroso sopor que la consume, tan diferente al hastío fiel que dominaba su vida aquel ya —le parece— lejanísimo día en que Raiza le habló del sur.

Sobreponiéndose a las contusiones, inutilizada la mano derecha que luce como vendaje un trozo arrancado de su blusa de algodón preferida, recoge lo más rápido que puede algunas pocas pertenencias que sabe no resultarán indispensables. Con el pequeño maletín trenzado en uno de sus adoloridos hombros, sale sigilosamente, asustada aún, a la calle principal, es decir, a la carretera. Camina de manera atropellada hacia aquella especie de increíble oasis: un colegio de monjas fundado en medio de la selva antes de que las minas convirtieran al caserío en un basurero humano. Al menor asomo de peligro, se dice, podrá correr hasta sus puertas y golpear, golpear desesperada en busca de ayuda.

Escondida en el sitio más oscuro y cercano a esa gran casa frente a la carretera, espera ansiosa el primer autobús que la lleve hacia el norte, o hacia el sur, más al sur.

***

Despierta con la luz y lentamente fuerza la apertura de sus párpados hinchados y enrojecidos. La sabana la sorprende tras la ventanilla del maltrecho autobús. Podría pensar que tal vez ya la vida no existe, que aquello revelándose es el preámbulo definitivo a otro mundo: el espacio infinito de la sabana virgen que asoma a lo lejos promontorios de montañas imposibles, lomas truncadas tajantemente como si algún dios feroz —se le ocurre—, ante la grandeza de su obra, hubiese querido mutilar su propia creación, logrando tan solo una magistral paradoja, porque aquellos cerros distantes en los que inútilmente intenta fijar su mirada, aquellos cerros apareciendo y desapareciendo cada cierto tiempo más allá del cristal en que recuesta su frente herida, más allá de los otros que a su izquierda casi tapan por completo las cabezas de los viajeros vecinos, constituyen la más contundente prueba de la existencia y poder divinos.

El frenazo algo brusco del autobús la saca del embeleso prodigioso. Los pasajeros descienden uno a uno: es necesario identificarse ante las autoridades, así lo exige la inminente proximidad de la frontera. Una improvisada y entrecortada historia le sirve para conmover a los incrédulos soldaditos que deciden hacer caso omiso de los evidentes aporreos, de la tela manchada de sangre que cubre una de sus manos, para que continúe su destino, cualquier destino en el sur, un poco más allá de este sur. Sólo uno de ellos parece compadecerse realmente y aconseja: “Cuando llegue a Santa Elena, pregunte por el hospital… faltan unos cuarenta y cinco minutos. No deje de ir”.

***

—Suficiente. En un mes triplicaremos la cifra. En tres, seremos ricas. En un año ¡millonarias! — dijo Raiza satisfecha, feliz, después de calcular hasta el último centavo de ambas liquidaciones: aguinaldos, prestaciones y el bono especial que sin duda debía corresponderles el próximo mes.

Del trabajo como secretaria estaba harta. Redactó su carta de renuncia con verdadero gusto y no quiso ocultar una enorme sonrisa ante el jefe que asombrado leyó su contenido. “Tengo una oferta mucho mejor”, fue lo único que respondió al déspota que meses antes le negara un aumento de sueldo y que ahora insistía en esa posibilidad ante su inapelable decisión. Despedirse de las hermanas sí le resultó difícil. Durante varios días estuvo construyendo una historia creíble que contuviera muy pocas palabras y no creara suspicacia alguna. Finalmente optó por lo más sencillo.

—Nos despidieron por reducción de personal. Raiza está muy deprimida, quiere pasar una temporada con su familia en Guayana. Me pidió que la acompañara y yo acepté. Las llamaré en cuanto llegue— afirmó para terminar la breve conversación, segura de que no lo iba a hacer.

La noche antes de la partida no pudo dormir: Por primera vez intentó razonar, comprender qué la guiaba a semejante deserción, al fin y al cabo su vida era una buena vida. A pesar de no ser una muchacha que se pudiera calificar de bonita, ni siquiera de atractiva, pretendientes nunca le faltaban. Después de las semanales reuniones nocturnas con los compañeros del banco, una cama de hotel se encontraba dispuesta para ella y cualquier amante eventual, alguien que a veces podía convertirse en el novio oficial de unas cuantas semanas. Dos o tres veces se había enamorado, eso creía, pero las rupturas no la habían dolido demasiado. ¿Qué más podía decirse de esa vida buena, de esa cómoda vida? No cree que la orfandad le haya dejado huellas, sus hermanas le han proporcionado todo el cariño necesario. Por otra parte, nunca había ambicionado nada más y tampoco ahora lo hacía. Porque lo que la llevaría hasta el sur no era precisamente la razón que Raiza esgrimía. No le importaba ni deseaba en verdad esa riqueza de la que tanto hablaba la amiga. Se iba porque estaba señalado, porque era su destino, eso concluyó entre el sueño y la vigilia la noche antes de abandonar la ciudad en que siempre había vivido.

***

Lo primero que hizo no fue correr al hospital, era casi media noche y su cansancio solo exigía un buen baño y una cama. Se hospedó en el primer hotel, más bien modernizada pensión, que le indicaron. Tratando de no mojar la supuesta venda y evitando el roce de los moretones, se lavó lo mejor que pudo antes de caer sobre la cama que humedeció con su cuerpo, rendida, vencida.

Por primera vez desde hacía mucho tiempo durmió sin miedo, sin sobresaltos, hundida en un sueño que repitió una y otra vez la extraordinaria visión de la sabana. Al despertar creyó quizás que habían transcurrido más de 24 horas. La mano dolía, dolía muchísimo y tuvo que soportarlo hasta que vio clarear a través de la pequeña ventana.

Antes de salir contó los billetes y monedas que aún le quedaban, muy poco para alguien solo en el mundo. Posiblemente ni siquiera alcanzara para pagar otro día de hospedaje.

***

No fue desaliento, tampoco repulsión lo que produjo en ella aquel primer vistazo al conjunto de ranchos absolutamente improvisados que Raiza se empeñaba en llamar pueblo. Algo más bien parecido al miedo recorrió varias veces su menudo cuerpo. Una sola mirada persistente y burlona se multiplicó en los tantos hombres que encontraron a su paso, rumbo las dos, sobre los barriales que separaban las maltrechas construcciones, a uno de los tantos miserables albergues, regentado por el contacto de la amiga. Aquel hedor apenas percibido cuando bajaron del autobús pareció hacerse masa consistente al entrar en la que sería su casa no sabía hasta cuándo: meados y semen tratando de ser ahogados por alguna especie de creolina o kerosén barato. Pero Raiza continuaba hablando con la evidente intención de que ni eso ni otra cosa lograra desalentarlas, como si ignorara que realmente ningún aliento la había ocupado nunca, como si jamás se hubiera percatado de que ella, su indolente compañera en esta aventura, hacía las cosas por hacer algo y la estaba siguiendo en su ambiciosa empresa exactamente por la misma razón, tan solo por seguir a algo o a alguien: un vivir por vivir, con la remotísima esperanza de que el mundo le deparara una sorpresa, cualquier cosa que la sacara de aquella suerte de letargo que era su único estado natural desde siempre. Sí, realmente estoy asustada -—pensó convencida—, y esta hasta ahora ignorada excitación, que bien podría convertirse en una válida forma de existencia, era tal vez la señal esperada, la señal de un buen presagio. Razón suficiente para no claudicar, para mantener su gélida sonrisa ante la otra que insistía en augurar triunfo, riqueza y felicidad.

¿Cómo fueron los primeros días entre Las Claritas y el kilómetro 88? Hoy, sentada en la sala de espera del hospital, no lo puede recordar muy bien. Seguía fielmente, como solidario animal atento al amo que ofrece protección, a la decidida y optimista amiga que pasaba de un tugurio a otro conversando apasionadamente con seres que quizá alguna vez fueron humanos, dejando sobre las mesas sucias y gastadas, justo al lado de las pequeñas balanzas que pesaban el mineral dorado y las piedritas brillantes, el producto de varios años de tedioso trabajo de oficina. Sus días acababan temprano, de acuerdo con los consejos de aquella mujer avejentada, antigua conocida de una tía de Raiza, que decía ser dueña de la pensión: tras la puesta del sol, hombres sudorosos, de cualquier raza o país, esperaban seguros, recostados de alguna pared y con una Polar entre las manos, a las mujeres nocturnas, siempre dispuestas a calmar la soledad y el cansancio del minero. Por eso las noches eran solo juegos de ludo o bingo, cantado casi a gritos para poderse imponer sobre el ruido persistente de las radios y rockolas vecinas, avivados por las conversaciones de un extraño y pequeño grupo de mujeres— dos indias lavanderas y dos negras cocineras—, compañeras de hospedaje y apostadoras tan compulsivas como la patrona, cubana y pelirroja a la fuerza que no cesaba en advertencias y recomendaciones. Todas esperaban hacerse ricas por un toque azaroso de la suerte, compartían con igual intensidad el sueño y las ilusiones de los hombres bastos y malolientes, como si la proximidad del oro y los diamantes diera obligado brillo a un futuro que se empeñan en imaginar cada vez más cercano.

***

—Sé que no me está diciendo la verdad, pero no hace falta: sencillamente usted ha recibido una tremenda paliza. Según las radiografías no tiene contusiones internas, y los rasguños y hematomas se irán poco a poco, como sucede con cualquier golpe. Lo único preocupante es la mano, la fractura fue grave: no se quite el yeso antes de tiempo y siga exactamente mis instrucciones, estoy seguro de que en un par de meses volverá usted a escribir sus cartas como si nada.

—Soy zurda, doctor, y usted debe sospechar que las cartas no son mi fuerte.

—¡Qué suerte!... la de ser zurda, me refiero… ¿Pero no me va a contar lo que le pasó? Mire, a los médicos de estos pueblos olvidados del mundo nos interesa conocer todo lo que sucede. Por razones profesionales, Claro.

—Muchas gracias doctor. La verdad es que la atención aquí es increíble; uno en Caracas jamás podría imaginarse algo semejante.

—¿Entonces no me va a decir nada?

—A lo mejor se lo cuento. Usted se queda aquí, atendiendo a esas personas que esperan allá afuera y yo me voy contándoselo. Caminando despacio hacia el hotel y contándoselo.

—Trataré de estar muy atento a su relato. Y no crea que le hago un chiste.

—Adiós, doctor. Gracias otra vez.

—Adiós…

***

“… Y entonces, cuando el dinero se acabó y aún no habíamos obtenido ninguna ganancia con lo invertido, intentamos vender las piedritas que Raiza había comprado los primeros días absolutamente convencida de que eran oro, pensando, creo yo, sobre todo, en eso, en cualquier eventualidad. Claro que de todos modos hubiéramos tenido que buscar trabajo, pero aquel engaño, doctor, aquel engaño no sólo aceleró lo que tenía que pasar: nos produjo una sensación como de enorme sordidez, y también de desamparo, aunque al mismo tiempo nos dio una especie de seguridad, pues en cierto modo por fin estábamos conociendo realmente, más bien sufriendo realmente, el terreno que pisábamos. Nos sentimos fuertes porque ya habíamos cumplido la iniciación que nos afianzaba como parte de aquella fauna. Creo que ese ha sido el único sentimiento que Raiza y yo compartimos, en el único que nos hicimos por completo solidarias. A mí, además, como ya le mencioné, había algo que me motivaba y me hacía doblemente valiente: estaba sintiendo un intenso miedo.

”Cuando Raiza, furiosa, enrojecida como nunca la había visto, arrojó las famosas piedritas en un enorme charco, ya mi mirada, clavada en su nuca, esperaba decidida la suya. Es decir, al voltear no pronunció palabra: yo sabía y ella sabía, doctor, y a lo mejor también lo sabíamos el día en que llegamos al pueblo, y hasta antes de salir de Caracas, cuando decidimos renunciar al banco y cambiar radicalmente de forma de vida.

”El día de nuestra ronda iniciática la cubana nos aclaró que se trataría de una excepción, pues en cierto modo ella también se sentía un poco responsable, pero que constara que su casa siempre había gozado de muy buena reputación y que por nosotras no pensaba perderla, que solucionáramos nuestro asunto cuanto antes y, por supuesto, que nada de compañía masculina en los cuartos.

”Mire, doctor, no le voy a negar que sentía asco y que el asco era inmenso, ni tampoco que el miedo dejaba de ser frenesí y recelo a la vez, tan gustoso, para convertirse en verdadero pánico ante ciertos hombres. Pero fíjese usted, el asunto tiene otro lado… yo era deseada, por primera vez en mi vida era deseada, y me vestía, me peinaba, maquillaba, y caminaba y bailaba y fumaba y bebía solo para eso, para que aquellos seres que ya vamos hombres quisieran estar conmigo antes que con otra, para hacer la favorita, la más cara, la más solicitada. Y lo logré, y hasta superé a Raiza, rápidamente la superé, a ella, siempre tan linda, con unas medidas casi perfectas, con una cara de protagonista de televisión. Porque no se trataba solamente del aspecto, eso no basta, ya sabe, es que yo era la que mejor se movía, ¿entiende? Así me lo decían constantemente, y pruebas sobraban. Pero me estoy refiriendo nada más que a los primeros tiempos, porque, claro, después me cansé de tanto esfuerzo para ser la preferida del 88 y Las Claritas. Después, cuando hacía casi un año que habíamos abandonado la pensión de la cubana para instalarnos en un cuartucho con minúsculo baño y cocinita de dos hornillas, comencé a descuidarme hasta en el arreglo, a pesar de los regaños y la violencia de Nicolás, el dueño del bar principal, el chulo, ya sabe. (No sé qué me pasaba, creo que el burdel y sus repugnantes parroquianos me resultaban ya demasiado familiares, demasiado monótona la vida allí, o tal vez simplemente estaba extrañando aquella loca turbación de los inicios.) Sin embargo, la fama que llegaba hasta más allá de Upata, me quedó. Y todo siguió más o menos igual hasta que apareció la negra más grande y bella que haya visto nunca. Raiza, con quien casi ni hablaba desde que se convenció de que jamás recuperaría sus ridículas prestaciones, Raiza, le decía, tal vez presintió algo, porque recién llegada la negra vino a decirme adiós: había reunido para volver a Caracas, y me preguntó si tenía algún mensaje para mis hermanas.

”—El único mensaje es que ni se te ocurra comunicarte con ellas— y me di media vuelta y ni siquiera le desee buen viaje.”

”Al comienzo ella se mantuvo un tanto alejada, dándome a entender que reconocía y respetaba mi territorio. Pero ya se puede suponer usted lo que pasó después…

”...Hasta que cogí el autobús y llegué aquí, a Santa Elena. Tomó de una sola vez medio vaso del fuerte aguardiente para luego ensayar una sonrisa seductora, y fue como si cruzara en un solo instante los doscientos y tantos kilómetros que nos alejaban del 88, como si traspasara en un segundo el umbral que la separaba de aquel día en el hospital de esta noche en el Churún Merú.

”Ahora no se extrañará de haberme encontrado aquí. En todo caso la extrañada soy yo, de que se haya acordado de mí, de que me haya reconocido después de tantos meses. No tenía dinero para otro autobús, ni siquiera para una buena comida, y el único trabajo que sabía hacer bien era este… pero dígame si quiere algo más, porque ya sabe, no puedo darme el lujo de pasar toda la noche conversando. ¿O es que usted es de los que vienen de vez en cuando sólo a emborracharse y mirar el espectáculo? No se preocupe por mí, doctor, ya sé lo que quiero y me siento tranquila. Me gusta el sur y pronto me voy a ir. Cruzaré la frontera con el dinero suficiente para establecerme en Boa Vista, o quizás Manaos. Por eso me encuentra aquí, juntando, reuniendo para mi próxima vida en el sur, un poco más al sur”.

En Vindictas, 2020

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