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El cielo desnudo - Juan Villoro

A Rodolfo siempre le había gustado imaginar actos heroicos. Pero cuando llegaba a su casa sólo sentía un gran aburrimiento. Al abrir la puerta de la recámara veía lo mismo de todas las noches, como si desde mucho tiempo antes estuvieran ensayando la escena: girar la perilla y ver a Laura que dormía boca abajo, con la luz encendida.

Era como entrar a una pecera. No resultaba necesario detenerse en la lámpara del buró para sentir las sombras verdes desperdigándose por las paredes. 

Rodolfo estaba seguro de que Laura apenas sentía su presencia, sus movimientos cansados para para poner en orden las cosas del cuarto que según él estaban en caos absoluto. Laura también sabía que en el cuarto había un poco de desorden, pero le parecía bien y se reía mientras Rodolfo llevaba al baño una toalla traviesa que había salido de su órbita. Los astrónomos no entienden nada de nada.

Al llegar a la recámara, Rodolfo sentía que se le mezclaban todas las cosas que había hecho en el día, desde los primeros gestos de Laura en la mañana, hasta la hora de regresar y ver que el único que todavía estaba despierto era el gato.

Le gustaba recordar sus estancias en la cocina con el gato, cada quien bebiendo una taza de leche, en silencio como dos amigos de cantina, seguros de los pensamientos del otro. Después Rodolfo subía a la recámara donde todo continuaría revolviéndose, entremezclándose para convertir el día en un tejido de gestos y palabras inconclusas.

Entrar al cuarto era arreglar todo metódicamente y luego tomar el libro que Laura leía antes de quedarse dormida. Rodolfo recogía el libro y continuaba en la página donde ella se había quedado. A veces tenía la impresión de que Laura sabía en qué página iba, que lo seguía hoja por hoja. Se empezaba a sentir desprotegido, como en un sueño donde uno va desnudo y toda la demás gente está vestida y se siente la más universal de las vergüenzas. 

A esas horas le daba por acordarse de Cambridge, de los jardines que avanzaban entre la niebla. Siempre pensó que se le iba a aparecer un fantasma mientras calculaba la distancia a Beta Centauri. Estudiar en los jardines era meterse en un cuásar, vivir rodeado de vapores y diminutas partículas celestes. Rodolfo se dedicaba a sacar diferenciales, pensando que tal vez sería mejor hacer otra cosa, llevar una vida llena de aventuras y coches deportivos, pero mientras tanto aplicaba la regla de la cadena, la fórmula de Gauss. El mundo volvía a ser un problema de particiones, de integrales indefinidas. Rodolfo se olvidaba de contestar las cartas de México; exactamente como si estuviera atrapado en una nebulosa o en un gran malvavisco. Se había pasado mucho tiempo midiendo órbitas, lejos de los amigos y de Laura. 

Llegar a su casa le parecía desagradable. Escuchaba las palabras débiles de Laura enmarañadas entre el sueño y la recámara; confusas, aunque significaran lo mismo de siempre. Entonces Rodolfo murmuraba que mañana podrían platicar todo lo que quisieran, trataba de deshacer la enredadera que le recordaba lo tarde que había regresado. De nuevo se quedó hasta la madrugada, y todo para que en la ciudad de México no se viera la lluvia de estrellas que pronosticaron.

Junto al cuarto hay una panadería. Cuando Rodolfo regresa, se escuchan los hornos que trabajan el pan durante la noche. Imagina las formas del pan dulce, el desayuno que Laura le traerá por la mañana, tratando de demostrar que está enojada para que él no regrese tan tarde.

Siempre que apaga la lámpara del buró recuerda que debe cambiarle esa absurda pantalla verde. Escucha los ruidos de la panadería, apenas perceptibles a través del muro, y la respiración que viene del sueño de Laura. Tira el libro al suelo, olvidándose del orden, y piensa en abandonar la astronomía para escribir libros de ciencia ficción, inventar planetas mientras el gato duerme sobre sus piernas y Laura le hace cosquillas en la nuca, aunque a Rodolfo le interesan poco las odiseas espaciales. De chico sabía más sobre la kriptonita y la quinta dimensión. 

Le daba frío antes de dormirse. Sabía que del lado de Laura la cama estaba tibia. Pero él tenía que pensar. Hasta poco tiempo antes, Rodolfo sentía que su vida se desarrollaba en una perfecta cámara de gravitación. Ahí estaban los pleitos con Laura por lo del trabajo, la relación que se congelaba poco a poco, pero al menos sentía que valían la pena todos los cálculos infinitesimales, y ahora, en cambio, Rodolfo estaba casi seguro de no querer saber nada, de regresar a cuando era niño y el mundo era gobernado por osos y árboles gigantes, aunque a veces pensaba que este recuerdo era falso, porque él más bien creía en Supermán.

La otra noche, Rodolfo llegó a la recámara sin escuchar las palabras cansadas que murmuraba Laura. Recogió el libro que ella había dejado caer al piso, pero ahora no tenía ganas de leerlo. Acarició la frente de Laura, sintió su cuerpo tibio y tuvo ganas de mandar a volar todos los planetas. Sólo que ahí estaba la teoría de Hoyle para molestarlo, para que se pusiera la pijama de franela pensando en las estrellas que viajan a la velocidad de la luz. Einstein estaba equivocado, no había duda. Jamás se podrían ver esas estrellas porque su luz se perdía en el camino hacia la Tierra. El telescopio más perfecto sólo duplicaría la capacidad de observación del Monte Palomar y las estrellas que viajan a la velocidad de la luz quedarían fuera del campo de observación. El universo volvía a ser la misma telaraña indescifrable, y el límite seguía siendo la inmensa cascada donde caen los barcos, el fin del mundo que descansa en el caparazón de una tortuga.

Apagó la luz y se puso a pensar en el cielo, en un cielo desnudo. Lo dividió en cuadritos y poco a poco lo fue poblando. Imaginó lagos, pájaros, billares, ríos subterráneos, canchas de tenis, capas de arena, de sal, volcanes y caramelos, libros y piedras lisas.

Estaba por dormirse cuando se quiso quitar los calcetines. Le dio miedo. Por primera vez tuvo miedo de quitárselos. Se sintió desprotegido, desnudo, vulnerable. Los calcetines lo iban a defender durante la noche.

Se acostó de espaldas a Laura, como si tomara un tren en dirección opuesta. Casi dentro del sueño pensó en Supermán y la kriptonita, en los planetas que nunca iba a conocer. Regresó a la idea del cielo dividido en cuadritos. Imaginó cada elemento, sabiendo que en verdad trataba de evitar la descripción de su propio cuerpo, de Laura que respiraba despacio a su lado, junto a una panadería, en una recámara del sistema solar. Se tocó los calcetines, recordando o inventando haber leído eso de que la máquina del mundo es demasiado compleja para la simplicidad de los hombres. Pero él pensó que era más difícil entender lo que pasaba en la recámara, ordenar el cosmos de ceniceros y camisones y Laura que dormía boca abajo, demasiado lejos de donde él estaba, más allá de Saturno y sus nueve lunas.

Continuó con las manos sobre los pies. Sentía la humedad del sudor. Pensó que sería bueno platicar a sus amigos la historia de un astrónomo que tiene miedo de dormir sin calcetines. Y lo mejor es que no contaría el final, el día siguiente en que la mañana se deslizaría con el olor del pan recién horneado, y entonces iban a importar muy poco todas las galaxias. El mundo se iría recobrando en una taza de café con leche.

Se acercó a Laura, un poco más tranquilo. Después se quedó dormido, soñando que llevaba en sus calcetines la medida del universo.


En La noche navegable, 1980

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