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¿Una mariposa? - Leopoldo Lugones

No podía dar yo a Alicia tantos detalles de las flores como ella me pedía, pero por fuertes razones. Así llevé la conversación hacia las mariposas. Ella me escuchaba muy atenta, y todos los pormenores de la vida de los insectos despertaban intensamente su atención. Las blancuzcas larvas, ingeniosas tejedoras, las misteriosas crisálidas durmiendo en su sueño de rejuvenecimiento y de sombra, el despertar de las alas al amor del sol, como en un suspiro de luz… Cuando agotados ya mis conocimientos entomológicos, proponía pasar a otro tema, ella, con la adorable impertinencia de sus trece años, dijo: —Hágame usted de eso un cuento.

Y yo preferí contarle una historia, en que, por cierto, hay también un amor.

Cuando Lila tuvo que partir para un colegio en Francia, conversó con Alberto que era primo suyo; conversó cosas que debieron ser muchas, porque hablaron tres horas sin parar; importantes, porque hablaron muy bajito; y tristes, porque al separarse él tenía los ojos hinchados y ella las naricitas muy rojas y el pañuelo bastante húmedo, a lo menos más húmedo que de costumbre, y no por exceso de heliotropo.

La tarde en que partió Lila, se puso muy triste la casa de la abuela, y Alberto dio en pensar, miraba llorar a la pobre vieja; su traje negro era de luto por su padre y su madre había muerto cuando él nació. Pasaron así largos, muchos días de silencio extenuantes. Alberto no hablaba a la abuela porque no sabía qué decirle, y la señora, viendo al chico tan triste, no podía sino llorar más, comprendiendo que semejante tristeza era inconsolable. Porque ella sabía muy bien que los primos eran novios y que por lo tanto, tenían que llorar mucho si eran novios de verdad.

Fue entonces que Alberto se hizo cazador de mariposas. Aprendió a manejar la red con delicadeza, a clasificar las lindas prisioneras, a colocarlas muy artísticamente en lucidas vitrinas, cada una en su alfiler, con las alas bien tendidas. Aquello le distraía, por más que ciertas veces, sobre todo en la tarde cuando manchaban el cielo grandes colores desvanecidos y los árboles se vestían de silencio, llorase, era poco; todavía recordando estas palabras de Lila: “Si me olvidas, yo te recordaré de algún modo, tenlo seguro, que no he dejado de quererte”, pero no lloraba mucho en verdad, y cada vez lloraba menos.

Poco a poco las mariposas llegaron a preocuparle por completo y ya no tuvo otro cuidado que su colección, cada día más brillante y numerosa. La abuela, viéndolo contento, fomentaba aquella silenciosa y honda afición, y nunca tuvo Alberto que lamentar la falta de un alfiler o de una vitrina. Pronto Lila no fue para él sino un recuerdo; aunque la quería mucho, ya no experimentaba ninguna necesidad de llorar. Ahora pensaba: —¡Si viera mi colección !… Nada más pensaba. Verdad es, que sólo tenía diecisiete años. Yo también tuve una novia a los diecisiete años, pero ella murió en mí, entre una noche y una aurora. Así están hechas las cosas, para que haya en el mundo cosas tristes y nada más.

Quedamos, pues, en que Alberto no lloraba ya por Lila. Además, sucedió algo que vino a interesarle sobremanera.

Una tarde paseaba con su red abierta bajo los tilos del jardín. El sol, como un cáliz voleado cuyo vino ardiente se derramaba en olas sangrientas sobre una tremenda pompa sacrílega, bajaba, entre nubes gloriosas. Había silencio bajo los árboles. De repente, sobre una mata de juncos, Alberto percibió una mariposa de especie desconocida. Era blanca, pero tenía sobre las alas dos manchas azules como dos violetas. No recordaba él haber visto otra igual ni en las colecciones ni en los libros técnicos. Era verdaderamente una maravilla, un ejemplar completamente nuevo, y es de suponer que desearía poseerlo. Entregose a la cacería con pasión. Pero aquella mariposa era terriblemente sagaz, y siempre se colocaba fuera del alcance de la red, aunque no huía definitivamente de su vista. Y así se pasó la tarde, y vino la noche, y Alberto se acostó muy contrariado, y soñó hasta el amanecer con una mariposa blanca que tenía dos manchas azules en las alas. Y al otro día volvió a encontrarla en el mismo sitio, persiguiéndola otra vez infructuosamente y volviendo a soñar con ella. Por fin, el tercer día, después de una hora de carreras tan inútiles como las anteriores: “Si estuviera Lila —pensó—, me ayudaría a tomarla y yo no sufriría así.” Justamente entonces la mariposa vino a colocarse muy cerca de él, sobre una madreselva. Arrojó la red y lanzó un grito de júbilo. Estaba presa.

La abuela admiró mucho a su vez el hermoso insecto, que inmediatamente fue clavado en un largo alfiler, con las debidas precauciones, para no ajar sus bellas alas.

Pero, ¡cosa extraña! Al otro día la mariposa amaneció viva, siempre palpitando dolorosamente, sin que los más poderosos tósigos consiguieran matarla. Y sucedió que, como agitaba tanto las alas, éstas fueron perdiendo sus lindas escamillas, y a los seis días justos (¡que tanto duró el martirio de la pobre!) las alas eran sólo dos armazones descoloridos.

Entonces intercedió la abuela, y Alberto, que ya no tenía ningún interés en conservar aquel modesto animalucho, tan empeñado en no morirse, consintió en desclavarlo del alfiler y en dejarlo libre de irse donde quisiese. Y la mariposa, aunque algo trabajosamente, desapareció poco después en el viento.

—¿Y Lila? —preguntó Alicia con interés.

La historia de Lila es muy corta y muy triste: al poco tiempo de entrar en el colegio, donde pronto se hizo notar por su docilidad y su tristeza, enfermó de melancolía. Nadie lo advirtió porque ella no se quejaba jamás. Únicamente había palidecido mucho, y después de estudiar, lloraba. Parece que por la noche tenía sueños porque su compañera de habitación la oyó decir una vez al acostarse:

—Cuando aquí es de noche en mi país es de día; mientras duermo, sueño que estoy allí y eso me consuela.

Su palidez no inquietó, porque con el cambio de clima y la separación de los suyos, era natural que estuviese un poco mala; y su silencio fue atribuido al desconocimiento casi completo que tenía de la lengua de Francia. Además, como el silencio es una virtud en los colegios de señoritas internas, eso le valió muy buenas clasificaciones de conducta. Y así, vivió Lila diez meses, hasta que una mañana la encontraron muerta en su camita blanca, advirtiendo que había muerto no por lo pálida y silenciosa que estaba, sino porque la cubría un frío muy grande, como si estuviera envuelta en luz de luna.

El médico no supo ciertamente descubrir su enfermedad, aunque la examinó muy detenidamente, encontrando apenas en el pecho y en la espalda de la niña muerta dos minúsculas picaduras rojas. Nada más se pudo averiguar y sobre su tumba pusieron lirios.

El balcón donde yo acababa de referir a Alicia la historia, había sido ya invadido por la noche. Sobre nuestras cabezas brillaban, solemnizando la paz grave de la sombra, los siete mundos de Orión. El viento pasó diciendo algo que no era evidentemente para nosotros. Bruscamente comprendí que acababa de despertar un alma. ¿Con qué derecho? ¿No sabia, perfectamente que la virginidad es nieve, nieve en lágrimas? Y buscaba sin resultado un epílogo vulgar que absorbiera la emoción de mi historia, cuando allí, muy cerca, Alicia, ya invisible, borrada por la noche:

—¿Y Alberto… ? —dijo.

Una esperanza consoladora brilló en mi espíritu.

—¿Alberto?

—Alberto sí, ¿qué hizo después?

Las estrellas, impasibles, miraban.

—Alberto continuó viviendo con la abuela, muy contento, aunque lamentando que su colección hubiera perdido una mariposa.

—¿Una mariposa?


En Cuentos, 1916

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