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El acto libre - José Edwards

La Secretaria privada del Señor X, Director General de la Confederación Internacional de la Producción Universal, entró tímidamente en su privadísimo despacho con una tarjeta en la mano. Se la entregó balbuceando.
        Es un señor que solicita hablar con Ud.
        ¡Que vuelva otro día! ¡Estoy ocupado!
        Es que este señor ha estado viniendo, día a día, desde hace ocho meses, don Alcibíades.
        ¡Ah! ¿Sí? ¡Y cómo no me lo había dicho antes! ¿De qué se trata?
        No quiere decir. Asegura que es un asunto privado.
        X pensó un poco; luego, botando la tarjeta al canasto sin mirarla, decidió:
        Hágalo entrar.
        La verdad era que, en ese momento, no tenía nada que hacer.
        Casi al instante apareció un viejito semijorobado, con un inmenso cartapacio debajo del brazo. Hizo una reverencia y se sentó frente al inaccesible magnate.
        ¿En qué puedo servirle? rugió X con una voz que estaba a punto de dar por terminada la entrevista.
        En nada.
        ¿Cómo en nada?
        Soy yo el que puede servirle a usted; tengo un documento que creo puede interesarle.
        En la forma más suave y silenciosa posible, dejó caer un descomunal volumen encima del escritorio.
        X se sacó los anteojos; era un recurso que usaba frecuentemente con el objeto de pulverizar a sus interlocutores: su mirada miope tenía una expresión a la vez implacable y penetrante.
        ¿Cómo así? bufó.
        En estas páginas está escrita toda la historia de su vida pasada…
        ¡Ah! ¡Chantaje! ¡Yo no invierto dinero en ese tipo de cosas!
        …y también la historia de su vida futura.
        ¿De mi vida futura? ¿Está usted loco?
        Por toda respuesta, el viejito dio vuelta trabajosamente el pesado tomo, colocándoselo de frente.
        Obsérvelo un poco, si gusta insinuó.
        X abrió el libro con avidez, calándose una vez más los anteojos.
        Puede usted estar seguro que no obtendrá un centavo de mi dinero estableció, mientras se sumergía voluptuosamente en la lectura.
        Hojeó rápidamente las primeras páginas: su niñez, su juventud.
        ¡Bah! No era difícil informarse de estas cosas con un poco de trabajo. Algunos detalles llegaron a sorprenderlo, sin embargo, en forma golpeante.
        ¿Cómo había podido alguien llegar a conocer los juegos y fantasías a que él se entregaba a los cuatro años, cuando defecaba interminablemente, sentado en su vieja y olvidada bacinica celeste?
        ¿Y sus calcomanías? ¿Su sapo de celuloide? ¿Su primera bicicleta? ¡Hasta la marca estaba indicada con acuciosa precisión!
        Lo que más le interesaba, sin embargo, eran otras cosas. Ciertos pormenores indiscretos de sucesos ocurridos en su juventud y, muy especialmente, después de su juventud. Todo estaba registrado, por cierto, con lujo de detalles.
        En seguida, empezó a hurgar datos referentes a sus negocios: los secretos de su contabilidad.
        Después de unos diez o veinte minutos de lectura, su respiración se había hecho difícil y un sudor tibio le humedecía, en forma desagradable, la frente, el cuello y hasta la barriga. ¡Aquel libro era una verdadera bomba!
        De pronto lo cerró y volvió a sacarse mecánicamente los anteojos, pero se los puso de nuevo enseguida.
        Su libro no me interesa declaró enfáticamente, esperando aterrado la reacción de su adversario.
        Pero el jorobado viejito no se inmutó, sacando, a modo de réplica, un segundo volumen de su cartapacio; se trataba de un documento bastante más reducido.
        Aquí puede leer usted un poco de su futuro.
        ¿De mi futuro?
        Bueno, tal vez ya ha dejado de serlo. Es la breve historia de lo ocurrido entre usted y yo, desde que entré a esta oficina.
        X abrió el segundo libro, esta vez sin hacer ningún comentario.
        Después de leer algunos párrafos, dejó de sudar bruscamente, un frío intenso empezó a recorrer su cuerpo y, sin poder evitarlo, se puso a temblar como una gallina.
        ¿Qué significaba todo aquello? ¿Acaso se estaba volviendo loco?
        El libro estaba allí, no obstante, sólido y tangible, y las letras se destacaban claramente sobre el papel. Sus últimas palabras, las que acababa de pronunciar, aparecieron escritas en letras de molde, como también sus últimos pensamientos, el orden exacto de su reciente lectura, sus sensaciones aun frescas y hasta la descripción detallada de cómo y cuándo se había quitado y colocado los anteojos.
        Sin saber qué hacer, procedió a soltarse un poco la corbata y, en ese mismo instante, pensó con horror que este gesto suyo estaría ya escrito, con toda seguridad, en las primeras páginas del último volumen que el viejo conservaba dentro del cartapacio.
        Entonces, se enfureció de golpe. ¿Acaso era posible, después de todo, que él no fuera otra cosa que un muñeco, un esclavo o un títere, en manos de ese viejo infeliz? ¿Que todos sus actos pasados, presentes y futuros, estuvieran de antemano ordenados y escritos en ese ridículo libraco?
        Sin pensar qué hacía, se lanzó sobre su anciano visitante, procurando arrebatarle por la fuerza el último tomo. El viejo se defendió en forma obstinada, produciéndose entre ambos una especie de pugilato o forcejeo un tanto indecoroso que se prolongó por varios minutos, durante los cuales, afortunadamente, no sonó el teléfono ni entró nadie a la oficina.
        A pesar de su aspecto frágil, el viejo poseía un insospechado caudal de energía física; pero X era por lo menos veinte años más joven, treinta o cuarenta kilos más pesado y, además, luchaba por algo que le pertenecía: su futuro, su vida y su libertad. Uno por uno fue torciendo los dedos del anciano, hasta obligarlo a soltar el pesadísimo volumen.
        Por fin, ya triunfante, volvió a sentarse como si nada hubiera ocurrido, dando comienzo a su tercera y última lectura.
        La historia se iniciaba, como lo había sospechado, con el asunto de la corbata. Luego se refería a la sospecha misma que había cruzado su mente: que aquello ya estaba escrito. Enseguida consignaba su furia y el acto ciego de arrojarse sobre el viejo.
        Después, narraba con increíble fidelidad todos los detalles del silencioso combate, su victoria final y la iniciación de la lectura.
        La página siguiente describía la lectura misma, y la subsiguiente la segunda lectura.
        Y así continuó X, página tras página, leyendo la precisa descripción de cómo leía: corbata – sospecha – furia – pugilato – victoria – lectura – corbata.
        Un obscuro instinto le decía que, si abandonaba el libro por un momento, éste empezaría a actuar por su cuenta, es decir a impartirle órdenes y a dominarlo. Por otra parte, si lo destruía sin leerlo, quedaría para siempre esclavizado a él: no podría dejar de pensar que, cualquier cosa que hiciera en el futuro, buena o mala, disparatada o sensata, ya habría estado escrita y anunciada en alguna de sus páginas.
        Su única defensa parecía consistir, por lo tanto, en seguir aferrado al texto, sin dejar pasar una letra, una sílaba o una coma. Abrigaba, tal vez, la insensata esperanza de vencerlo por la velocidad, o sea, de leer con tal rapidez que pudiera en un momento dado llegar antes que él al futuro. En esta forma lograría, por fin, contradecirlo, ejecutando el ansiado Acto Libre o liberador.
        El libro parecía adaptarse, sin embargo, al ritmo de la lectura, con la automática precisión de un reflejo o una sombra, mientras más rápidamente leía más rápidamente lo informaba de cómo había leído y con cuánta rapidez. Si, haciendo una trampa, se saltaba una o varias páginas, el libro ejecutaba el mismo salto, a la manera de un steeplechase o carrera de obstáculos; al explorar la última página, lo único que encontraba era el hecho ya conocido de que la había explorado y, si volvía atrás, leía que había vuelto atrás.
        Después de un lapso no determinado, el viejito, vencido tal vez por el aburrimiento, se retiró en puntillas quién sabe hacia dónde y no ha vuelto a vérsele más.
        En cuanto a X, por todo lo que sabemos, continúa leyendo o leyéndose leer, apresado en la trampa de su propia libertad, o de su propia clarividencia, sin atreverse a pestañear o a mover los ojos del texto, hasta el día de hoy.

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